“Héroe es la joven cubana que se mira al espejo

Y ve el reflejo de su cuerpo encima de otro cuerpo viejo,

Porque tiene aspiraciones y la más cruda certeza

Que hoy por hoy las ilusiones no se pagan con decencia.” 

Canción: Héroe / Los aldeanos

(Agrupación censurada en Cuba)

 

Los nombres no son sus nombres, pero las historias sí son todas suyas.

Primero estaban José y Manuel, pero también había otros:

 

Arnoldo

Siempre detrás de sus lentes de sol estilo aviador, Arnoldo nos daba un recorrido histórico por Cuba al volante de su Volkswagen Escarabajo del 58. Era bastante inteligente y hablar con él resultaba más interesante que cualquier conversación con más de la mitad de las personas que conozco, así que, las horas que pasamos en su asiento trasero transcurrían apresuradamente para nuestro pesar.

Hijo de médicos, había decidido rápidamente, luego de estudiar arquitectura, dedicarse al turismo. Había presenciado la eterna querella de sus padres, ambos especialistas en áreas complejas de la medicina (aunque, ¿cuál no lo es?), quienes tenían un sueldo combinado de unos ochenta dólares mensuales y bastantes dificultades para alimentar a sus hijos.

Nos narró orgulloso la primera noche de trabajo como conductor para un hotel, sus treinta pesos de propina (lo que equivalía al salario mensual de uno de sus padres) y cómo, luego de un tiempo, había podido comprar un televisor y una lavadora a su madre y hasta un par de zapatos decentes para él mismo. Asomé mi mirada sobre el asiento del conductor y distinguí bajo el timón un botín de cuero con punta cuadrada bien pulido presionando el acelerador.

Nos detuvimos a las afueras de La Habana. Sobre el monte, junto a la carretera, un hombre vendía unos sándwiches de carne de cerdo que Arnoldo, con ojos abiertos, aseguraba que eran el mejor snack de la isla. Insistente sacó su billetera y compró uno para cada uno. Tenía razón. Estaba delicioso. Reía divertido, mientras nos observaba devorar los mechones de carne y embutirnos los pedazos de pan.

Cuando volvimos a estacionarnos, esa vez para buscar algo de almuerzo, recibió una llamada de larga distancia en su celular. La contestó entusiasmado. Clientes –nos dijo, de Las Bahamas. Oprimió el botón verde y comenzó a hablar en un inglés bastante fluido. Explicó tarifas y horarios a la persona del otro lado de la línea y colgó a tiempo para recibir a la mulata que se aproximaba a la mesa con las bandejas de pescado. Debería montar una agencia de viajes –se sugirió en voz alta vistiendo una coqueta sonrisa, pero, casi simultáneamente una sombra se aventó sobre su rostro y, excusándose por su impertinente ocurrencia, continuó: pero no me dejan.

  

María

Caminaba al frente del grupo de turistas señalando edificios y rincones de La  Vieja Habana. Para cada uno había un nombre y una fecha exacta que se extendían en un eco con interesantes anécdotas sobre su construcción o antiguos habitantes. Era terriblemente delgada, llevaba el pelo recogido en una cola bien peinada, una falda hasta las rodillas y la camisa amarilla del uniforme abrochada casi hasta el último botón.

Rápidamente nos convertimos en sus favoritos. Nuestras preguntas apresuradas le resultaban divertidas y casi siempre, cuando el grupo de visitantes había avanzado a la siguiente edificación desesperados por terminar el recorrido, ella se quedaba con nosotros en la parte de atrás dándonos mimos adicionales con cualquier animada historia que cruzara su cabeza en ese instante.

Intentamos preguntarle varias veces su opinión sobre la vida en Cuba y siempre, luego de una breve pausa, respondía con cifras aprendidas de memoria y frases que, al parecer, también lo eran. Sus explicaciones nos resultaban escuetas y sus alusiones a Fidel románticas. Hablaba de él con el respeto y la admiración que se le debe a un santo, resaltando siempre su amor por el arte (definitivamente un gusto compartido con El Comandante), pero cada vez, luego de su oda al que aún parecía el presidente de Cuba, terminaba su intervención con un abrupto silencio.

Nos habló de la escasez de viviendas, de cómo conseguir el terreno para una casa era medianamente fácil, pero la real epopeya consistía en hacerse a los materiales para construirla y, aún peor, costearlos. Ella y su esposo habían tenido una suerte diferente. Él había llegado en un momento conveniente a su empresa y había tenido la oportunidad de pertenecer a una brigada. Era por eso que ya tenían una casa, pequeña, pero decente en el este de La Habana.

Cuando inquiríamos sobre autores, pintores o músicos su actitud era completamente diferente. Se nos acercaba con infantil entusiasmo y nos ofrecía una variada lista de sugerencias. De hecho, resultaba difícil escabullir una palabra en la conversación una vez comenzaba su indomable cotorreo, así que opté por tomar nota ansiando seguirle el paso. Padura, Cirules, Chavarría y… aunque sé que no es cubana, Allende. ¡Cómo me gusta Allende! –suspiraba. Pero es bastante difícil encontrar sus libros.

Al terminar el recorrido, una familia chilena que habían estado escuchando nuestra conversación, se acercó a María y ofreció obsequiarle un libro de su autora predilecta que tenían en su habitación, además de los veinte pesos de propina. ¿Les molesta esperarme un segundo? ¡Me van a regalar un libro de Allende! –nos confesó apenada. Le dijimos que no había problema y salió disparada del bus como niña chiquita.

Al regresar, traía La suma de los días bien apretado a su pecho. Se sentó a nuestro lado y lo separó solo para observarlo con mayor detenimiento. Este no lo he leído porque es nuevo –explicó entusiasmada. Yo asentía, con la memoria repleta de líneas de la autora. Era fácil entender por qué para El erudito Comandante, Allende no estaba entre sus elegidas.

  

Héctor

Su sonrisa desdentada se mantenía amplia al degustar las notas del Ricachá. Su piel arrugada envolvía su delgado esqueleto en una fina capa. Su cuerpo permanecía rígido sobre la silla de ruedas, mientras sus manos sacudían frenéticas las maracas. Eso era Héctor, el maraquero con párkinson. Un hombre que parecía tener más de cien años, pero cuyo espíritu era más viril y generoso que cualquier otro. Cada pequeño movimiento implicaba un gran esfuerzo y; sin embargo, los ejecutaba con el entusiasmo que le da al alma de un músico de nacimiento, la canción. Su voz deteriorada parecía provenir casi desde la otra vida. Todo él, tan cercano a la muerte y adepto a la vida, agrandaba y encogía el alma a la vez.

Durante años había tocado la guitarra, pero la maldita enfermedad le había quitado ese placer. Entonces, optó por las maracas. Ella misma haría el trabajo. Esa sería su venganza. Obligar a su más íntima enemiga a ponerse a su servicio y al de la música que, al parecer, tanto odiaba.

Bajo el ardiente sol, navegado por su compadre (ahora el guitarrista en el dúo), un hombre moreno y enjuto que sonreía por encima del hombro de Héctor dejándolo siempre ser el centro de atención, salía detrás de su boina rumbo al malecón. Allí pasaba la mayor parte del día, cantando el son junto a su lata en donde uno que otro viajero arrojaba un par de monedas, arrastrado hasta aquel olvidado pueblo tras las pistas de Hemingway.

Mientras lo escuchaba en la Bahía de Cojímar, empujaba el agua que amenazaba con brotar de mis ojos en cualquier momento y retenía la gigantesca burbuja que sentía en mi garganta, poseída por la agitación que me generaba ver la inquebrantable dignidad de un hombre, apenas invicta ante la siniestra enfermedad e ineludible pobreza.

 

 * * *

Sabía que esa noche no hablaríamos. Así que nos acostamos en silencio. Pensé en ellos. En todos. Recordé sus sonrisas. Ésas que eran más punzantes que cualquier lágrima. Tal vez porque en las lágrimas había frustración, pero sus sonrisas carecían de esperanza. En sus sonrisas no había nada. Entonces sonreí. Sonreí como cubana, pero no pude evitar sentir mis mejillas mojadas.

 

POSDATA

Luego de unos días que consiguieron preocuparnos y tras un par de dudosas transacciones, logramos hacernos a otro poco de efectivo. Pasamos unos días mágicos en La Habana, aunque para mi honesto pesar no pudimos volver a hablar o ver a nuestros amigos (considerando el precio de cada llamada y nuestra bancarrota). Sin embargo, viajamos a Varadero. Una ciudad domo. Un paraíso en el que diez de doce meses al año los cubanos tienen prohibida la entrada. Como diría José: imagínate ser ilegal en Medellín. La pasamos bien, no me malinterpreten, pero de ese simulado lugar tengo poco que escribir, así que no lo haré.

Por otro lado, si bien este relato no busca ser una satanización de la izquierda Latinoamericana, sí, definitivamente, está impregnado de mi profunda decepción frente al régimen al que, aunque medradas por mis experiencias en Venezuela, aún le guardaba esperanzas. Después de este viaje, debo admitir, soy una huérfana ideológica.

Ahora, mientras el capitán del avión anuncia nuestra llegada a El Dorado, solo espero que pronto una ráfaga de viento con olor a tabaco dulzón me aborde en el lugar más inesperado y me asalten el corazón los recuerdos vívidos de mis amigos, la comida y la música de La Habana.

Para Daniel y nuestro viaje.

Para nuestros nuevos amigos.

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