Afuera, un carnaval de voces y una caravana de coloridos autos atestaban la amplia calle, sobre cuyo pavimento rebotaba el sol incendiando los ojos achinados de los turistas.

 

Tabaco dulzón, pensaba. A eso huele La Habana. Siempre me gustó adivinar el olor de cada ciudad –es, como toda primera impresión, lo último que se olvida; así que, con la punta de la nariz y la base de mis pulmones, aspiraba y degustaba trozos de aire caliente, mientras me desplazaba por los pasillos del aeropuerto. Sí, eso era: tabaco, azúcar y una cucharadita de humedad– repetía mentalmente poseída por mi instinto catador de pestilencias.

Las filas en los counters de inmigración eran cortas. Impaciente me asomaba por detrás del montoncito de turistas del que hacía parte contra mi voluntad para adelantar mi experiencia. La curiosidad tenía mi cuerpo en un frenesí que me hacía olvidar la tos y la flema de los últimos días.

La inmigración es individual –dijo cuando intentamos avanzar juntos. Detrás del escritorio estaba sentada una guapa mulata de pelo corto y pómulos protuberantes que reafirmaba el mito de su legendaria raza. Yo, anonadada con su estremecedora belleza, sonreía y asentía con la cabeza sin lograr dar un paso. Afortunadamente D., para quien esos encuentros eran más usuales, se retiró con ágil obediencia.

Mientras yo observaba su perfección, ella hurgaba mis defectos en la foto de mi pasaporte. THIS STUFF IS PRIVATE. Llevaba una credencial que colgaba de una cinta Nike con aquellas palabras talladas sobre el plástico morado. Soy una estúpida. Hablan inglés y usan objetos de marca. Comenzaba a prepararme para llevar banderas rojas a casa con el entusiasmo izquierdista que bastante seguido me asechaba.

Pasados los amistosos cocker spaniels que husmean el equipaje –pero que tienen más pinta de voltearse panza arriba que de ladrar–, la severa fila de inspecciones, los médicos y la marea de locales retenidos con equipos de sonido y televisores, nos dirigimos hacia la puerta automática agradecidos por la sorprendente prontitud con la que habíamos terminado los trámites.

Afuera, un carnaval de voces y una caravana de coloridos autos atestaban la amplia calle, sobre cuyo pavimento rebotaba el sol incendiando los ojos achinados de los turistas. Ford rosa y blanco del 64. Cadillac verde esmeralda del 58. Lada turquesa del 62. Hay que esperal –nos explicó el moreno que nos recibía, así que me dirigí a la barra de un pequeño bar ubicado a unos metros para comprar algo que apagara el adusto infierno de mi garganta.

En la nevera se exponían fríos envases de Coca-Cola, Redbull y Fanta junto a un amplio mostrador con paquetes de papas, bombones de colores y chips de queso de marca Mr. Potato. Salí con mi botella de Ciego Montero ya a medio vaciar y una lata cerrada de cerveza Cristal para D.

Después de un par de intentos de homicidio por parte de nuestro conductor y un ahogado concierto de griticos de la pareja de ancianos en el asiento trasero, llegamos al hotel: una estructura color naranja y verde con arquitectura tropical al estilo de los ochentas que, considerando lo que habíamos pagado, sobrepasaba nuestras expectativas.

El lobby era una amplia sala con ventiladores, sillones de mimbre forrados en telas floreadas y un par de computadores Windows XP sobre pequeños escritorios que permanecían vacíos. La habitación consistía en un par de camas a medio tender, un baño y una caja fuerte sin cerrojo. Todo lucía bastante cómodo e, incluso, acogedor.

Ya eran las cuatro de la tarde, así que, hambrientos de vida y comida, salimos a llenar ambos estómagos a bordo de un taxi contratado por el hotel.

Al volante iba Lupe, una voluptuosa cubana de unos cuarenta años con su pelo color azabache medio recogido en una cola, los ojos pintoreteados de azul celeste y los labios, bajo un sudoroso bigotito, eran una generosa exhibición del magenta recién aplicado de su colorete. Se asemejaba a un ave tropical y bien podía serlo porque tenía la misma capacidad de atención. Contestaba a medias todas nuestras preguntas y respondía las que aún no habíamos formulado. Con todo aquello, sería la luz de su mirada la que nos enseñaría la ciudad por primera vez.

Primero, atravesamos Miramar. Una amplia avenida, similar a cualquier otra en Miami Beach o Beverly Hills, con enormes corredores de imponente verde interrumpidos por cándidas estructuras de los años cincuenta ahora erguidas detrás de banderas de todas las nacionalidades.

Luego estaba el barrio El Vedado, rápidamente abandonado por los ojos y reemplazado por el vastísimo malecón que recorre casi toda la ciudad por su línea costera. El mar, un gigantesco marco cerúleo, aparecía ocioso y apacible como pretendiente cautivado por La hermosa Habana a quien seducía sutil –y aún insistente– con un vaivén de lujuriosas caricias.

Más allá del barrio, en un organizado desfile, afloraban orgullosos los inmaculados monumentos, las fastuosas banderas, el solemne Hotel Nacional, las ancianas murallas, las coloridas fachadas antiguas –algunas desgastadas, pero siempre agraciadas– todo en una triunfal sinfonía del Régimen que traía a la memoria las novelas de Carpentier.

Entonces, como invocando sus descripciones arquitectónicas, arribamos al paladar de Doña Carmela. Una casona color zapote en medio de la frondosa vegetación selvática de la ciudad que aparecía como un oasis de guarapo y hermosísimas meseras, en el corazón de La Fortaleza de La Habana. En el patio los ventiladores redondos daban vueltas, mientras en el televisor, detrás de la grisácea lluvia de interferencia, se divisaban los jugadores del Real Madrid en plena batalla. Nosotros, sorbiendo como mosquitos el fondo de nuestros mojitos, nos refrescábamos bajo la sombra del vigilante atardecer expectantes a la llegada del manjar marino que habíamos ordenado.

Ya en la noche, con la barriga llena de langosta, camarón, frijol, yuca y arroz, estábamos de vuelta en el casco antiguo para ver, rodeados por cuatro columnas de mármol y diez mesas de extranjeros, al imperioso Sexteto Nacional. Sería allí, enrojecida y sudorosa, al escuchar por primera vez la voz que llega al alma donde derramaría mi primera lágrima habanera.

Y al final del día (¿o sería más bien al comienzo del siguiente?), después de ser poseídos durante horas y casi abandonar la piel en las añejadas baldosas del Palacio de las Artesanías, terminaríamos sobre el colchón inmiscuidos en un incesante parloteo sobre aquel apasionante país, hasta que por fin, en medio de un leve balbuceo, nos quedaríamos dormidos después de un día y una ciudad que ya se asemejaban a un sueño.

 

Esta es una serie de tres escritos.

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