Y es que no hay paz que dure si no entendemos que a los del <<Sí>> también les preocupa la justicia y que los del <<No>> también sueñan con la paz.

 

Los síntomas:

Cuando era pequeña mi mamá –una mujer valiente que salió adelante a punta de empujones– me repetía que los dos grandes regalos que le había dejado mi papá eran los libros y el color gris. Debo aceptar que, como mi instinto académico dictaba, siempre aprecié más los primeros que el segundo. Ella, un ser de una moral construida a los <<tramacazos>> y por instinto de supervivencia, tuvo que dividir su mundo en blanco y negro para que no se la llevara el putas a punta de tibiezas. Navegó por el mundo, que bajo su mirada se asemejaba a una jungla, usando el compás de <<lo bueno y lo malo>>, ciega de matices y radical de convicciones. Su acostumbrado daltonismo no solo la salvó de lo malo, sino también de lo bueno, porque la cosa con el blanco y negro –que con los años también ella descubriría– es que no permiten dibujar más que una silueta. Las sombras y los detalles no clasifican en su rigor. Cualquier imagen pierde sentido ante su violenta negación.

Colombia es un país que ha salido adelante –a duras penas– a los codazos o, más pertinentemente, a los balazos y, como a mi mamá el mundo, esta vaina se nos volvió una selva y la guerra se nos metió en las venas dejándonos acromáticos. Ahora solo quedan el blanco y el negro, obligándonos a todos –grises por naturaleza– a subirnos de tono o palidecernos a la fuerza. Incómodos y adoloridos nos mimetizamos con uno u otro segmento de este manchón monocromático en el que se ha convertido el paisaje.

La enfermedad:

<<Segreguitis>> se llama, por decir alguna cosa. Una inflamación anormal e incontrolable de aquello que parece irreconciliable. Infectados por el virus –fabricado por los políticos cuyo negocio depende del éxito de esta poderosa arma biológica y dueños del mismo laboratorio creador del terrorismo y la corrupción– hemos caído en la trampa de construir los discursos desde las diferencias y aferrarnos a la miopía de nuestras similitudes.

Las consecuencias de este odioso trastorno van desde aquellas ruidosas peleas con parientes cercanos en la cena de navidad, hasta, como lo hemos visto, la guerra.

Y es que no hay paz que dure si no entendemos que a los del <<Sí>> también les preocupa la justicia y que los del <<No>> también sueñan con la paz; si no nos preguntamos en dónde aparece aquella línea, aparentemente tan delimitada, entre la víctima y el victimario –porque creo que la niña que fue reclutada a la fuerza a los trece y combatiente hasta los dieciséis es un poco de las dos cosas–; si no dejamos de ser un grupo monosilábico de <<Sís>> y <<Noes>> y entablamos una conversación –para la que vamos a necesitar ampliar el vocabulario.

El antídoto:

Tengo que aceptar que hasta yo –de personalidad “mediadora por naturaleza” como, hasta el Diciembre pasado, fui catalogada en la familia– me he convertido en una interlocutora bastante difícil. El miedo, los prejuicios y una aguda alergia a ese epidémico discurso de mitos y especulaciones, me desatan una crisis de frustración que decanta, más seguido que no, en una espectacular implosión de furia.

Aún así –incluso para una paciente desahuciada como yo– solo hay una receta posible ante este desolador diagnóstico: Siéntese a hablar. No a convencer. No a adoctrinar. Solo eso. Hablar. Que para la paz –sea o no en esta oportunidad– no hay compás más calamitoso que el de <<lo bueno y lo malo>>, ni atajo más certero que el entendimiento.

Y ojalá que el daltonismo no nos salve de lo bueno.

1 comment

  1. Reply

    Max Garcia 2 septiembre, 2016 at 11:41 pm

    Que para la paz –sea o no en esta oportunidad– no hay compás más calamitoso que el de <>, ni atajo más certero que el entendimiento.

    Y ojalá que el daltonismo no nos salve de lo bueno.

    Muy en extremo(redundante y todo, obvio) sabio.

    Gracias

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