Permanecía con los ojos cerrados a pesar de que llevaba más de una hora despierto. Era un hábito adquirido en la última veintena. Ya no soñaba, así que cada día se le hacía más difícil saber si estaba dormido o despierto, por lo que, además, se deslizaba con mayor facilidad entre lo uno y lo otro sin prejuicios ni modales. Pensaba que tal vez era un gesto solidario de la vejez –probablemente el único que tendría con él– amansarlo lentamente hacia la nada.

No. Aún no. Hoy tenía algo que hacer. Abrió los ojos. Nada. Otra de esas líneas que el tiempo ya había dejado desgastada y desteñida. Ya no veía un carajo. Manchones. Solo eso. Primero, uno café al que, para no olvidar la costumbre, le había cedido el caprichoso nombre de <<mesa de noche>>. Luego, otro más oscuro que denominó, por puro descarte, <<el resto del cuarto>>.

Estiró la mano flaca –un enjambre de gusanos azules bajo una fina capa de piel– y buscó sus gafas, mientras se sentaba con dificultad al borde de la cama.  Confió los culos de botella sobre su corva nariz y continuó inmóvil otro rato llevando a cabo el ritual de paciencia que le exigía ahora cualquier cambio drástico de posición.

Unos veinte minutos después, pasaba de largo frente al espejo del baño, bien apoyado en su bastón, esperando que el agua le depositara entre las arrugas alguna gota de vida que le desentumiera los huesos. Sí. Pasaba de largo. Ya no le urgía reconocerse ni confirmar su existencia. No tenía sentido. No se reconocía. Y, finalmente, eso de la existencia, había descubierto, era impreciso. La costumbre la había perdido por la misma época en que había dejado de soñar. La primera la había abandonado por malestar, la segunda por consecuencia.

Los calzoncillos. Los pantalones de dril. La camisa a cuadros. El saquito de lana que le había regalado Rogelio. La bufanda tejida por su mujer. La boina gris. La prótesis dental. Las medias negras. La maldita cadera. Los mocasines con plantilla ortopédica. El perfume de siempre a medio acabar. El café amargo. La mogolla integral con mantequilla. La billetera de cuero. Las llaves, en realidad, la llave. La puerta cerrada detrás de él.

Las escaleras.

Eran tres pisos, cincuenta y tres escalones, cinco paradas y, con suerte, entre diez o quince minutos lo que tomaría su llegada a la planta baja. Tendría que recostarse sobre el muro de concreto y se ensuciaría la camisa con la cal blanca de la pared. Llegaría a la puerta principal del edificio, tendría que pedir ayuda a Doña Josefina para abrirla y le haría mala cara. Finalmente, llegaría a la calle, cruzaría la acera y tomaría un bus.

Decidió caminar.

Unos ciento cincuenta metros adelante, se vio obligado a detenerse por primera vez, así que, para disimular, se paró frente a la vitrina de una tienda y fingió interesarse en los artículos expuestos: una variedad de cocianfirulitos electrónicos de todos los colores y formas. Maldita cadera. Bueno, siempre es que eran diecinueve cuadras.

Tras un par de minutos frente a lo que leyó como: Setchop, volvió su mirada una última vez para hacer un enmascarado ajuste en la columna y abandonó la pequeña pared de vidrio.

Le tomó algunos minutos más de lo que había calculado, pero consiguió llegar al banco sin ambulancia ni silla de ruedas. Había una fila eterna, así que tomó su número en la cajita roja que ya sabía manejar y esperó. En algún momento entre la media hora y los cuarenta y cinco minutos, se le durmió un pie y le comenzó nuevamente el dolor. Maldita cadera. Iría a donde el Dr. Ceballos la semana siguiente. Eso no debía ser normal.

–Don Zuluaga, siga por favor –oyó decir a la señorita Jazmín detrás del cubículo.

Se dirigió hacia el cuchitril de metal donde lo atendería, al parecer con una lentitud abrumadora porque ella, como sin percibir su movimiento repitió:

–Don Zuluaga, es su turno. Tenemos mucha gente. Por favor.

Una vez sentado frente a la jovencita en su minúscula oficina, el dolor comenzó a disiparse. Maldita cadera. La señorita Jazmín, cuyo olor daba fe de su nombre, tecleaba frente al computador sin preguntarle ningún dato. Solo de vez en cuando bajaba la mirada para contemplar una desgastada uña acrílica de su mano derecha y mandársela a la boca enérgica. Si todos debieran dar fe de su nombre con su olor, él tendría que haberse llamado <<leche rancia>> o algo por el estilo sacado de una leyenda indígena.

Se sentía agradecido de que fuese ella quien lo atendiera. Tenía una paciencia especial y un escote generoso, por lo que, como de costumbre, vació su mirada sobre los voluptuosos pechos –hoy ligeramente arropados por un encaje barato color magenta– primero tímido y luego con total descaro. Siempre había pensado que ella se los dejaba ver a propósito. Tal vez por benevolencia o quizás –ojalá– por alguna retorcida fantasía alojada en lo más oscuro y húmedo de sus entrañas. De cualquier modo para él era una rareza poder mirar unas tetas sin sonrojarse –¡qué va! sonrojándose también era más raro que un eclipse–. Al parecer la vejez cargaba, en su pesado paquete de restricciones, un obligado Alzheimer selectivo para las tetas, los culos, las vergas y, sobre todo, cualquier cosa que se pudiera hacer con ellas. Menos cagar, por supuesto. A su edad todo el mundo le quería limpiar el culo.

–Don Zuluaga, ¿me escucha? No le han aprobado la petición, Don Zuluaga.

Mierda, me pilló. Asintió pacientemente, a pesar de la hercúlea decepción que lo sacudía en el momento. Se puso de pie en unos cuatro movimientos –maldita cadera– y salió del banco con la pierna derecha anclada al suelo.

Una-hora-de-cogera-doce-descansos-en-las-escaleras-maldita-cadera-y-cinco-minutos-en-acalorada-discusión-con-el-cerrojo después, estaba de vuelta en casa. Para cuando logró entrar ya había anochecido. Siempre que salía lo sorprendía el hedor a huevo duro que lo recibía en su apartamento. Solo se daba cuenta cuando volvía de otro lugar, por lo demás le habría parecido que olía a flores. <<Leche rancia>> habitante de <<huevo duro>>. Qué civilización más putrefacta la suya.

La tristeza le había abierto el apetito –o, al menos, le había dejado un vacío en el estómago que trataría de llenar con comida– así que se preparó un plato de avena. Se sentó en el comedor y puso la blancuzca masa junto a la caja de plástico azul fosforescente que le había regalado Matilde, la menor, para que organizara sus pastillas, pero que él solo había atinado a usar como escondite del caos medicinal. Contó nueve pepitas de colores en su mano, se las metió bajo la prótesis de un tirón y las bajó con un vaso de agua al clima.

Cuando terminó de comer, se quedó sentado un rato en el comedor escuchando la paciente conversación entre el reloj de pared y la soledad. A veces, en esos momentos, un susurro fantasmal se le escabullía por la velluda oreja. Algún defecto en el aparto o un viejo amigo hablándole desde el infierno o, podía ser que, confundida,  la muerte lo diera por cadáver y le dejara oír a la ausente multitud.

La extrañaba. En realidad, más que a ella, sus cantaletas. Su interés. A veces la extrañaba tanto que le daban ganas de embutirse tres tazas de avena, pero sabía, por experiencia, que esos vacíos debían coger viaje solos. La avena solo le daría indigestión. Un día, después de tapar el baño cinco veces en una semana, llamó a la compañía eléctrica para reportar un daño ficticio. Le había contestado una de esas paisas dulces que en nada se parecían a su esposa, pero que estaban diseñadas –o al menos bien entrenadas– para fingir interés por los demás. Al final de la llamada resultó con una cita de revisión técnica para solventar el problema en cuestión; sin embargo, cuando, dos semanas más tarde, un par de obesos en overol se habían embutido las galletas que les había comprado sin decir palabra, desistió de toda artimaña y se consignó a extrañarla. Qué bobada. Le había tomado más tiempo a él bajar a la tienda –maldita cadera– que a los técnicos entender el <<problema>>.

Once. Once días sin hablar. Se encogió de hombros y apagó la enfermiza lámpara que descansaba sobre la <<mesa de noche>>. Igual ya no tenía nada que decir.

Miró hacia el <<resto del cuarto>>, pero la oscuridad –y la ceguera– no le dejaron verlo. ¿Tendría los ojos cerrados? Se los tocó para verificar ¡Mierda! Casi se los saca. Debía estar sangrando. Los abrió con más fuerza. Sabía que era probable que, en cualquier momento, la vida se le deslizara por entre las sábanas con tanto sigilo que le fuera imposible retenerla. Sabía que era probable que se le escurriera por la mano que le colgaba fuera de la cama y se golpeara fuerte contra la madera del suelo. Recogió la mano por precaución. Sobre todo, sabía que era probable que la imperiosa penumbra que observaba, fuera el último manchón que viera. Apropiado. Así que, la miró por última vez antes de cerrar los ojos y sumergirse en aquella nada sin transición.

No. Esta vez no era la nada. Era un sueño. Soñaba con un dolor. Un dolor intenso que le recorría la columna vertebral, que le llegaba directo al lagrimal, que le había apresurado la gota fugitiva que huía aterrorizada deshaciéndose en la mojada huella de su mejilla, que le apretujaba el cuerpo hasta vaciárselo de todo contenido, que la traía a ella a su cabeza, que le hacía anhelar su encuentro, que lo devolvía al vientre de su madre, que lo envolvía en las tetas de Jazmín, que lo obligaba a querer morir.

No, no. Un momento. No era un sueño. Crack. Maldita cadera.

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