El día que habría marcado para siempre mi vida había sido ése en el que lo había conocido. En teoría, mi corta edad no me permitiría retener en la memoria más de uno o dos detalles –curiosos e intrascendentes– de su aspecto o su hablar; sin embargo, con el tiempo aprendí que la mente, como buena mujer, siente una especial debilidad por las emociones y despliega inmensurables capacidades en momentos de abatimiento o dicha profunda… así que lo recuerdo todo, o lo inventé (porque también descubrí que ella es la más prodigiosa de las escritoras), pero hoy aún puedo narrar con precisión mi relato.

Así que llovía como cuando las nubes, víctimas de las pérdida de memoria, olvidan que la humanidad se ahoga. Mamá y yo estábamos de pie en una concurrida avenida bajo el paraguas perezoso que solo nos abrigaba la cabeza y los hombros. Mis pies, mientras tanto, permanecían tullidos e inmóviles dentro de la helada cueva en la que se habían convertido mis zapatos.

Llevábamos allí más de media hora esperándolo –eso lo sé ahora– y, aunque los minutos se estiraban como goma de mascar, la esperanza de verle la cara (y en ella la mía) me sosegaba. De no haber sido por el frenético cascabelear del tacón de mamá sobre el concreto, no se habrían abalanzado sobre mí el desaliento o la angustia. Pero el tacón golpeó y ellos se lanzaron furiosos estrechando mi diminuto pecho.

Entiendo que la respiración comenzó a desbordarse aceleradamente entre mis labios porque mamá empezó a lanzar miradas en mi dirección que pintaban su cara con una mueca angustiada –a veces sustituidas por un gesto de desaprobación o un mascullo furioso–. Finalmente, decidió no alargar más los insoportables puntos suspensivos que se me acumulaban en el corazón con cada segundo muerto. Se puso en cuclillas frente a mí –vi que su maquillaje estaba corrido–, bajó la cabeza y me dijo las únicas palabras que acabarían con mi espíritu, pero también con su dolor (una especie de eutanasia emocional): papá no va a venir.

Se puso de pie decidida, tomó mi mano y dimos la vuelta, solo que al girar una voz desconocida y familiar nos tomó por el brazo. Una voz masculina y rasgada que me llamaba Estefanía.

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