El largo y extraordinario viaje de sus escasas letras había sido lóbrego y luminoso, agitado y apacible, íntimo y presuroso, extraordinario y prescindible. Cada huella perfilada sobre su lienzo – antes blanco, ahora roído – dibujaba húmedos susurros sobre la breve – o, dependiendo de cómo se viese, larga – historia de su camino.

En la parte superior izquierda – allí, junto a la ya lejana fecha – una pequeña gota de sangre milimétrica e invisible, trazaba los rasgos desdibujados por el dolor y la muerte de aquel hombre vestido de selva cuya inexperta caligrafía y apasionado arrepentimiento habían bordado el mensaje. En el centro, bajo la ligera deformación en la letra “L” – que hacía parte de la palabra <<último>> o <<ultimo>> en su fiel transcripción – yacía aún cálida y dolorosa la lágrima presurosa que había conocido la embarrada mejilla del autor y, fortuitamente fugaz, se le había escapado a la muerte con más suerte que su progenitor.

En la esquina inferior derecha, justo donde terminaba la firma – una “B” portentosa y cursiva – permanecía la ausencia de un pedazo que se había robado una coma de la posdata al verse amenazado por los diminutos y aún tenaces dedos de la niña, morena y rasgada, que, con ojos bien abiertos frente al inmóvil cuerpo – acaso arbóreo, acaso humano – había arrancado las hojas de sus tiesas manos.

Luego, los arbitrarios pliegues, ahora permanentes e inherentes al papel, y las marcas oscuras del sudor infantil estampaban para siempre sobre su literario cuerpo la invencible carrera de agitado aliento hacía una casa austera, el fuerte empujón sobre una débil puerta y el decidido grito que la llevarían a su más reciente herida y su final repartidor.

Ahora, añadidos por el inevitable destino, los manchones de barro y cal que bordeaban como cordillera el costado derecho de su anatomía, grababan el laborioso oficio de aquél que, con callosas manos y escaso pelo, la transportaría en un viejo burro – de esos llenos de coloridos cordeles o atiborrados bultos – por la helada montaña hacia la añorada estancia para que, finalmente allí, una señora de cabellera plateada abatida por sus palabras – arrugada la cara, arrugada el alma – la arrejuntara en cajón junto a una desgastada fotografía, su sufrimiento y la melodía de una vieja canción.

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