Pensándolo bien, días antes de los escalofriantes acontecimientos ya mi espíritu presentía la sombra del terror aproximarse peligrosamente hacia nosotros. Una extrema sensibilidad a las bajas temperaturas y un esporádico delirio de persecución le advertían a mi subconsciente – cual mudo oráculo – sobre mi encuentro próximo con el inframundo. Llegué a la cabaña arrastrando mis pesados pies, la maleta con el caballete, lienzos y óleos, mientras cargaba al hombro, con extrema facilidad, un pequeño saco con dos modestas mudas de ropa. La caminata desde el pueblo me había tomado veinte minutos por un desierto de arena y mangles. Había llegado gracias a las indicaciones de la vieja de pelo blanco y cataratas que, a pesar de mi escepticismo, conocía a la perfección el camino lo que, en mi opinión, era resultado de la ceguera o de algún tipo de clarividencia.
Era una casona de esas del siglo XVI en las que las paredes te susurran ancianos relatos piratas y en las esquinas los gritos de guerra retumban eternamente. Las paredes desteñidas, el piso de baldosa quebrado, los deformantes espejos e intimidantes cuadros le daban un aire de tiniebla y ensoñación a la vez. Era como si, tras aquellas pesadas puertas de madera, el tiempo se doblara por la mitad y se encontraran, solo allí, en aquel especial espacio junto al mar, las brujas y el internet – que cabe destacar, era inexistente ese recóndito pueblo, junto con cualquier otra manifestación de las telecomunicaciones.
Entusiasmado por el silencio y motivado, como de costumbre, por la medianoche, decidí cambiarme y empezar a trabajar inmediatamente. Me vestí con una camiseta manchada y calzoncillos – pues el calor, que allí era resuelto y fatigoso, insistía en pegarme la ropa a la piel – y esbocé unos cuatro bocetos antes de que el sueño me arrastrara suavemente bajo su negra posada. Lo que sucedió a continuación se escapa de mi capacidad racional, así que trataré de explicarlo tal y como lo viví sin juicios ni adornos que, en mi presente onírico espacio, podrían contaminarse con fantasías e hipérboles.
Soñaba con una mujer, pero ya no soñaba. Un aliento ardiente en el oído me lo dejó saber. Abrí los ojos y ella estaba allí. Frente a mí. Trigueña. De intensa mirada. De negro. El atuendo, no la mirada. Quería moverme y el cuerpo no me respondió. Estaba paralizado. Empapado en sudor. El calor. Mucho calor. Me ahogaba. Entraba el aire sin llenarme los pulmones. Ella me miraba. Hermética. Inmóvil. Sonriente. Se acercó. Sin mover los pies. Se arrodilló frente a mí. Tocó la roca volcánica. La de entre las piernas. El placer. Aquel placer. Insoportable. Mortal. Yo. Allí. Con los ojos volteados. Blancos. Y la mano que garabateaba sobre el lienzo incontrolable. Insoportable, aquel placer. Incontrolable, aquella mano. Ella se alzó y, aún con las pupilas en el cerebro, la vi. El líquido corría por los costados de su boca. Pero no era blanco. Era carmesí. Mi sangre carmesí. Las facciones desfiguradas. Las suyas, no las mías. Las pupilas dilatadas. Las mías, no las suyas. Me miró impávida, pero sonriente. Me miró de impávida sonrisa. Ahora ya no estaba en la sala. Estaba en el cuarto. Frente a la cama. Ella seguía allí. Como dije, impávida. Me miró. Me miré. Me miré en sus pupilas. Y yo, ya no era yo. Era un gigantesco lienzo garabateado. Un cuadro. Me miré aterrado mientras me colgaba en la pared sin mover las manos. Miré en ella, en sus pupilas, en el cuadro y, en todos, allí estaba: mi cara deformada, mis ojos volteados, la luna y la casa, mi padre y mi madre, mi adicción a las uvas pasas, mi aberración al bagre en salsa, la fractura de tobillo a mis seis años, mi primer beso y mi primer orgasmo, lo que pensé en mi última pelea con María y no le dije, lo que le dije y sus lágrimas al escucharlo, todos los pensamientos sucios que alguna vez había tenido, muchos de esos, las confesiones, la copa de vino ajada en la que tanto me gustaba beber, el cabernet putrefacto que aún estaba en mi despensa, mis horrendos callos en los pies, y allí estaba yo horrorizado, y allí estaba ella también, impávida y sonriente, dejando de mirarme y alejándose de la habitación, y yo preso de mí mismo, atrapado en el cuadro, colgado en la pared.
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