Finalmente la tenían en frente y no la reconocían bajo las yagas y los hematomas. Tal vez era porque la imagen que tanto invocaron no parecía estar en ninguno de los rincones del cuerpo de aquella Catrina, para nada poética, tirada como bulto a sus pies. Miraron más de cerca para ver si la suya – su hija, su hermana – había naufragado en el mar de ropas anchas y fétidas que llevaba puestas – si se puede decir eso – para guiarla de regreso a la orilla de su piel.
Mientras las otras arrancaban vida a un fantasma ya desconocido, ella permanecía inmóvil e inconsciente sobre las cajas de cartón reciclado y maloliente. Mientras el fantasma ya desconocido huía con fiereza de su piel y de su vida, un hilo de saliva corría por su mejilla hasta caer en un asentado charco sobre el suelo de concreto.
Aún respiraba, pero lo hacía suavecito para que el aire no alcanzara a llegarle a los pulmones y la vida se mantuviera, como hasta ahora, indiferente y lejana a su dolor hasta que decidiera abandonarla. Había logrado permanecer los últimos meses así, caminando a hurtadillas en la oscuridad del túnel que la separaba del mundo. Esta vez bastó que su madre le acariciara la mano y le susurrara en el oído, para arrebatarle la muerte de los dedos y embutirle la vida por el tímpano.
Un impulso primitivo la obligó a abrir los ojos, pero no diferenció las dos siluetas que tenía en frente de aquellas jadeantes que la habían visitado la noche anterior, mientras la heroína hacía efecto en su cuerpo. Perdió rápidamente el interés y se sumergió de nuevo en la marea para encontrar algún resto de placer en sus venas. Entonces su mirada volvió a atravesar todo con pretensioso desinterés: su madre, su hermana, los otros vivos y muertos tirados en cartones junto a ella, la rata que miraba la escena mientras masticaba un mechón de pelo, la pared sangrienta, la prostituta del cuarto de al lado, el hombre gordo bajo la prostituta, la calle solitaria y ruidosa, los niños que corrían cerca jugando con pistolas imaginarias, la mujer que era asaltada en aquel momento, el ladrón, sus amenazas, el cuchillo presionado contra el cuello de la mujer, la gota de sangre que rodaba por su clavícula hasta su pecho, el grito sordo que retumbó sobre el cartón y aterrorizó a su madre y su hermana quienes seguían ahí, atravesadas.
¿Qué será lo que siente Alicia? ¿Será que vale la pena? – preguntó la madre mientras se sentaba al borde del cartón y olvidaba la mierda que la rodeaba porque sabía que hacía parte de ella. La hermana se quedó callada. Miraron a su alrededor con detenimiento. El lugar se les hacía familiar, no porque hubieran estado ahí antes, sino por ser tan parecido a los anteriores. Todos eras iguales. Todos olían a la misma mezcla de alcíbar, aníz, vinagre, ajenjo, bálsamo y orines. Todos eran el mismo patético cuadro de vivos, muertos, ratas, pelo, sangre, prostitutas, gordos, calles, ruido, niños, pistolas, mujeres, ladrones, amenazas, sangre de nuevo, gritos, terror. Siempre era igual y aún así siempre se las arreglaban para convencerse de que sería diferente.
Miraron el cuarto pausada y detalladamente para encontrar variaciones, para descubrir alguna señal que les asegurara que esta vez no volverían. Nada. Solo más naufragantes, todos con las mismas caras, las mismas yagas, los mismos hematomas y los mismos pozos en el brazo muestra de la desesperada búsqueda de petróleo. Tantos otros iguales a la suya. Era una imagen desoladora y reconfortante a la vez porque, a pesar de su situación, por cada uno de esos cuerpos debía haber al menos una persona que, como ellas, estaba condenada a la búsqueda eterna y a la pérdida permanente.
En ese momento entró el casero a la habitación y se puso de pie bajo el marco de la puerta que, como era de esperarse, había cedido su lugar. La madre levantó la mirada y vio los ojos penetrantes del hombre posados con descaro sobre el culo descubierto de su hija. La atacaron como osos el malestar y el pudor –ya inútiles e innecesarios–, pero que, en un esfuerzo por rescatar a su hija sumergida en algún lugar de ese cuerpo ajeno, se lanzaban sobre ella y con los puños cerrados le exprimían el dolor de las tripas. En un súbito reflejo estiró un pedazo de la camiseta con facilidad y le cubrió hasta los dedos de los pies. Al gesto, el hombre respondió con un mohín en su rostro y un brazo estirado.
La madre se puso de pie con dificultad, mientras la hermana le servía de bastón. Sacó de una pequeña carterita café un fajo de billetes pequeños y contó, casi interminablemente, hasta cubrir la deuda de su hija y pagar su libertad. Ojalá así pudiera comprar su libertad de verdad– pensó mientras entregaba sin recelo el pago de su último mes de trabajo. El hombre los recibió, los arrugó en su mano sin contarlos, se los metió en el bolsillo y, dedicándole una malévola sonrisa, abandonó la habitación.
Vamos – dijo la madre a la hermana estrechándole el hombro con suavidad. Se posaron cada una en su posición tantas veces ensayada: la una a la cabeza y la otra a los pies. La madre la miró una vez más. Allí estaba su hija, ya no de cinco, ya no de once, ya no de quince, y aún así más dependiente, más expuesta que nunca. Entonces se agacharon y comenzaron a despegar la masa flácida en que se había convertido la piel de su hija –de su hermana– del cartón que, por la costumbre y la humedad, se había adherido a ella con natural desespero.
La levantaron con facilidad y el peso se les hizo liliputiense. Escucharon las gotas de agua que comenzaron golpear el techo de zinc y miraron la lluvia por la ventana con algo de alivio. Tal vez, al salir, el agua les lavaría a ellas la esperanza y a la otra las adicciones. Entonces, con el último respiro de voluntad, se movieron arrastrando corticos los pies hacia la puerta y, ya cuando estaban a punto de salir, miraron la habitación una última vez para reconocerla la próxima vez que volvieran.
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