A veces pienso que yo debería venir con contraindicaciones como el alcohol o los paquetes de cigarrillo. Un día lo probé. Me hice un letrerito de papel rojo para que no escapara a la vista ni del más distraído.

 

Uno…

Para qué te pido perdón si tú bien sabes que no lo quiero y yo tengo claro que no lo merezco.

Tres…

Me llegaste como mandado del cielo, nada más te faltó el sello de la Corresponsal Envíos Divinos. Tocaste a mi puerta, literalmente. Ya sabía yo que mi príncipe no vendría con corcel y armadura, pero qué me iba a imaginar que sí me llegaría azul. Te juro, no solo estabas pálido y tembloroso, estabas azul. Bueno, morado, pero ya para ése momento yo estaba sedienta de romanticismo, así que me daltonicé por indulgencia o por capricho. Llegaste azul, punto. Y empapado, punto y coma. Te habías quedado afuera en medio de aquella nevada déspota –la más fehaciente premonición de nuestro destino, porque si las catástrofes naturales se miden por sus secuelas, entonces tú y yo somos algo como el Tsunami de Japón, o peor–.

Siete, ocho, nueve…

Soy como una puta bomba de tiempo. Soy un alacrán. Soy dañina. Soy adicta y adictiva. El remedio que te sacia el dolor, mientras te envenena. Soy como la morfina, placentera y letal. Te acercabas porque me necesitabas, no lo podías evitar, se te veía en los ojos y en la nariz. Ya sé que es extraño, pero las alas de la nariz lo decían todo por ti. Quise alejarte, salvarte, lo intenté. Planeaba mis discursos fríos y calculados con cigarro en mano, creo que alguna vez te boté alguno, pero claro que no hay <<vete>> que sirva cuando la piel te ruega que te quedes. <<Vete>> por favor, que lo mío es una enfermedad terminal, un cáncer metastásico que me invadió antes de existir con instinto caníbal. <<Vete>> que si mi reloj solo tiene función de cuenta regresiva, el tuyo todavía tiene calendario. Siempre dijiste que yo era parte de ti, como un órgano más abrazado a tu cuerpo –en mi opinión si íbamos a jugar a las metáforas, tenías que decir como sanguijuela adherida a la piel– pues tenías que haberme amputado, habría sido el tratamiento recomendado. Es mejor perderme y soportar el dolor fantasma de mi ausencia, que morir ennegrecido y putrefacto bajo el dominio de mi existencia.

Doce, trece…

Nada más hipnótico que el placer de saberse muerto en vida. Nada más liberador. El mismísimo <<carpe diem>> intoxicado. Si lo dosificas es sanador, si te lo mandas de un solo empujón entonces mata. Tienes opción, te dice, pero la realidad es que el cabrón es como la heroína, antes del mucho gusto ya no puedes parar. Yo me mando un shot a diario como quien no quiere la cosa. Como el suicida que prefiere botarse del décimo piso para asegurarse su desmadre, que del tercero y quedar tullido. La adrenalina es más abundante, el vuelo es más largo y el estrellón es mortal. No lo puedo evitar, soy un kamikaze de la vida. Voy de suicidio en suicidio, soy inmortal. Lo más molesto es que, ya resucitada después de mi más reciente colisión contra el pavimento, no me queda más remedio que saltar desde más arriba, a ver si alguna vez la muerte no se me escurre en pleno vuelo. Si sigo a este paso voy a terminar en el cielo.

Dieciséis, diecisiete…

A veces pienso que yo debería venir con contraindicaciones como el alcohol o los paquetes de cigarrillo. Un día lo probé. Me hice un letrerito de papel rojo para que no escapara a la vista ni del más distraído:

Consúmase en cantidades moderadas.

El exceso de mí es perjudicial para la salud.

Prohíbase mi expendio a hipertensos o acrofóbicos. 

Se me acercaban como insectos a una lámpara. Bajo el mismo efecto también: un ratito de calor a cambio de quemaduras irreparables. En ese caso no me hago responsable. ¿Cómo dice el dicho? Soldado advertido no muere en guerra. Tiene más de fatalista que de cierto. Tal vez contigo lo que me calcina es que no te lo dije. Yo venía a trescientos setenta kilómetros por hora arrollando gente como maniática, necesitaba detenerme un segundo en el medio de la noche a un lado de la carretera y tú me hiciste de guardaespaldas. No me podía negar porque te necesitaba. Necesitaba un ratito de remisión de mi cáncer y tú eras mi quimioterapia. Me mataste lo malo por un instante, de lo que no nos dábamos cuenta era que lo bueno moría también –y ya de por sí había poco de aquello en mí.

Veinte…

Cinco años de abstinencia es una eternidad para cualquier condenado. Tú me la hiciste corta. Me prolongaste la expectativa de vida, o al menos eso quería creer. Me despertaba a tu lado con la sonrisa empujándome los cachetes y pensaba: este me desinfectó. Tengo mil defectos –espero que eso esté quedando claro–, pero tal vez el que más me ha dañado es la ingenuidad… Claro que el veneno seguía ahí. Imagina ser un alacrán y acumular tu ponzoña durante años sin dejar de producirla, almacenando cada gota en un huequito justo detrás del ombligo. ¿Qué crees que pasa cuando se agota el espacio? Sí. Envenenas a alguien o mueres envenenado. En ése momento ya no es cuestión de placer, es instinto de supervivencia. Lo sentía crecer calientito dentro de mí. ¿Te acuerdas de la úlcera que me descubrieron hace un año? Ya para entonces sabía exactamente lo que era, el doctor sería mi cómplice disfrazándolo de cualquier otra cosa, pero el diagnóstico oficial sería el mío: Señorita Alacrán, sufre usted de venenorrea. Señor Alacrán, le receto mantener su distancia. Si hubiera dicho eso tal vez nos habría ahorrado este maldito apocalipsis, pero, por un lado, ya sabía yo que los médicos no recetan nunca lo necesario –todos tienen negocios con las farmacéuticas y las funerarias– y por otro, se me hace imposible asegurar que no habría ido detrás de ti a pedirte que reencarnáramos a Romeo y Julieta. (Y mira que, con enfermedad terminal o sin ella, ya en mi cabeza compartíamos apellido, claro, tú el mío porque ni modo de dejar el narcisismo de un día para otro).

Veintitrés…

Yo veía venir la catástrofe. Ya te hacía daño sin intención, pero bañada en ganas. La tormenta se avistaba en la línea del horizonte aproximándose a millones de kilómetros por hora. Tenía que haber migrado como cuando los pájaros anuncian el mal tiempo, pero ya ves que soy un alacrán, así que me quedé y tú te quedaste conmigo. Eras mi rehén, pero para ser justos el cáncer también me había secuestrado a mí. A veces, luego de decirte algo dolorosísimo –sin recordar ya con claridad mis palabras–, te veía con la mirada perdida y los lagrimones correteándose por tus mejillas, y se me ocurría pedirte que te marcharas y te llevaras la llave contigo, pero el veneno tenía efectos distintos en nosotros dos. A ti te mataba de a poquitos. A mí me entumía el alma… y ya luego me mataría de un solo golpe.

Veintiséis…

No sé si lo hiciste por poética o simplemente para embarrarme en la cara mi chistecito de <<la expectativa de vida>>. Imagíname recibiendo la llamada: Señorita Alacrán, nos regocijamos en informarle que el Señor Alacrán ha volado desde un vigesimosexto piso en el vigesimosexto aniversario de su nacimiento. No fue eso exactamente lo que dijo la voz en la bocina, pero fue lo que escuché. No quiero contarte del drama que siguió porque sería tenerme compasión –o peor, inspirártela–, perdería toda credibilidad y me prometí que todo lo que diría aquí sería cierto, como en las madrugadas… aunque tú nunca supiste de ellas. Las madrugadas eran mi momento favorito. En las noches en que mis aberraciones no me dejaban pegar el ojo, mientras tu dormías con la serenidad que yo nunca pude tener, me arrimaba suavecito a tu oreja y las dejaba salir –a mis aberraciones– en un susurro siniestro como maleficio. A veces, a la mañana siguiente me contabas desencajado de alguna terrible pesadilla <<tan real y oscura>> y yo te miraba divertida porque sabía que no era tu subconsciente el que estaba jugando a darte escalofríos. Así que no me sorprendí cuando me confesaste la aparición de las voces en tu cabeza, supe que, de tanto repetírtelas, se te habían colado entre los sesos. Claro que sentí culpa, pero no pude evitar que la dicha me embriagara. La dicha de saberme entendida, la dicha de compartir el veneno, la dicha de descender al Hades acompañada. Si tú lo tenías también, entonces ya debías ser inmune a él –ya te dije que la ingenuidad se me da con facilidad–. Después entendería que solo el cuerpo que nace envenenado está preparado para soportarlo.

Treinta y uno…

Ding. Se abre la puerta del ascensor. El lugar es perfecto: oscuro, mohoso, roído y putrefacto como yo. Me pongo de pie al borde de la ventana y el viento helado me mima con una seca bofetada. Cierro los ojos con el miedo del enfermo y el placer del adicto. Me aferro fuerte al marco de metal como para no dejarme caer, mientras balanceo el cuerpo hacia fuera como para perder el equilibrio. Le sumé cinco, un poco por poética, un poco para arrojarte la deuda que tengo contigo en la cara: <<toma tus cinco años que no los necesito, cabrón>>. Un poco para alargar el vuelo, un poco para asegurar la muerte. Entonces, un copo helado se posa sobre mi mejilla. Suelto uno a uno los dedos del metal: viene una nevada.

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