Esta Nueva York se me antojaba frenética, indomable e insaciable. Las luces, los turistas, los borrachos, las risas, toda una sinfonía al éxtasis, una insoportable y adictiva hipérbole de estímulos.
La gran manzana es uno de esos lugares cuya más familiar descripción incluía la frase: <<es tu ciudad>>. Antes de conocerla tenía la sensación de que todos me hablaban de ella: amigos, músicos, escritores, todos andaban inmersos en su hechizo que yo atribuía a una exagerada epidemia y del que, por suerte, no pude escapar. Viajar a Nueva York se convirtió en mi mantra. Se había apoderado de mí la necesidad de sumergirme en sus calles y ser víctima de su encanto. Quería ser paciente mortal como los demás, así que encontré un espacio entre rodajes para, con la excusa de hacer un taller de actuación, contraer el virus.
La planeación comenzó con dos meses de anticipación y, varias semanas antes de la fecha, ya estaba todo arreglado. Por eso, cuando, minutos antes de subirme al avión, mi anfitriona de Airbnb me exigió que cancelara la reserva porque debía madrugar al día siguiente y no podía esperarme despierta, se desató el caos. Llamé a mamá y a D. con mi voz de <<todopasaporunarazón>> y, ocultando el nudo en la garganta, les pedí que comenzaran la operación Plan B, mientras yo viajaba de Bogotá a El Salvador.
No me sorprendía tener que lidiar con una sorpresa de ese tipo. La verdad es que la había estado esperando durante dos meses, sabiendo que este viaje no se salvaría de mi usual crisis turística. Afortunadamente, con años de experiencia he aprendido a soltar y fluir en estas situaciones. Fluir su madre. No había comenzado el viaje y ya se había destapado la caja de pandora. A dos horas de montarme en el avión no tenía dónde pasar la noche en una ciudad de la que, apenas me daba cuenta, no sabía nada.
Cuando aterricé en aquel escueto aeropuerto, más parecido a una cafetería, recibí un mensaje con buenas noticias: A., mi amiga de la infancia, podría alojarme durante una noche en su casa. Abordé al segundo vuelo repitiendo mentalmente <<lopeoryapasó>> y caí en un profundo sueño en medio de aquella meditación.
Abrí los ojos como lo suele hacer cualquier narcoléptico como yo: con una azafata frustrada gritando entre dientes <<señorita, enderece su asiento, por favor>>. Ajusté el espaldar, miré desprevenida por la ventana y la descubrí. Allí estaba Nueva York, seduciéndome con sus luces y obligándome a repetir mentalmente la desgastada frase: <<es mi ciudad>>.
Después de atravesar inmigración, no sin varios chequeos adicionales como de costumbre, me dirigí hacia el counter del servicio de buses que había contratado desde Colombia. Al aproximarme al letrero que leía <<Shuttles>>, descubrí una interminable fila de zombies arrumados en el suelo a la que, en pocos minutos, pertenecía. Luego de dos horas de espera, un moreno barrigón se acercó a nuestro <<cambuche>> pronunciando, con bastante torpeza, una lista de apellidos extranjeros entre los que figuraba un poco familiar <<Painoeres>>. Era yo.
A la una de la mañana estaba sola con aquel jugador de football, de quien me había convertido en traductora, a bordo de su pequeña van. Como recompensa a mi entregada labor, Jarell me ofreció –más en tono obligatorio– darme un tour nocturno por la ciudad. Así que pasé la siguiente hora atascada en las calles de Manhattan mirando por la ventana, mientras mi guía turístico se reía a carcajadas de su ciudad a la que veía con ojos desconocidos por primera vez.
Esta Nueva York se me antojaba frenética, indomable e insaciable. Las luces, los turistas, los borrachos, las risas, toda una sinfonía al éxtasis, una insoportable y adictiva hipérbole de estímulos.
Me despedí de Jarell –con un abrazo y su número de teléfono arrugado en mi mano– frente al pequeño letrero con el número cuarenta y cinco en una diminuta calle de Little Italy. Mi amiga me esperaba afuera con un cigarrillo en la mano, lista para emprender la titánica tarea de subir una maleta de veinticinco kilos por las estrechas escaleras del edificio.
Finalmente, a las tres de la madrugada caí rendida, con los brazos adoloridos, agradeciendo que aquel día hubiera llegado a su fin.
A la mañana siguiente, desperté sola en un insólito apartamento en el que dos cuartos, un baño, una sala, un comedor y una especie de cocina se hacían espacio en escasos treinta metros. Allí, el sofá y la nevera vivían en constante disputa y llegar al closet incluía una travesía por un precipicio. Me preparé metódicamente para salir, anticipando que no podría entrar al apartamento nuevamente hasta bien entrada la noche, como lo había anunciado A. la víspera.
Luego de una hora, estaba empujando la pesada puerta de metal de la entrada con las dos manos y cerrando con fuerza mis ojos en llamas que, generosos, daban la bienvenida al sol neoyorkino. Me encontré con una ciudad completamente distinta a la que había espiado la noche anterior. Esta era dulce, moderada y cálida. Una ciudad que tiene, de todo, la medida justa. Allí entendí que Nueva York, como la mujer ideal, es bibliotecaria de día y prostituta de noche.
Tras atravesar unas cuantas cuadras repletas de bares y restaurantes, estaba en el corazón de Soho. Las calles eran una homogénea formación de edificios de ladrillo adornados por diminutos portales, bicicletas aparcadas en las fachadas, cafés con grandes letreros y extrovertidos maniquíes en las vitrinas de las boutiques. Me senté en la terraza de un lugar que me había seducido con la palabra <<brunch>> deletreada en tiza y comí mientras buscaba un nuevo hospedaje luego de que Airbnb cancelara mi reserva anterior por teléfono. Terminé mi gigantesco plato de huevos, tocino y panquecas, vi a Dakota Fanning pasar junto a mí, di un último sorbo a mi café cargado y pedí la cuenta.
Me dirigí a la estación en Canal St y tomé un tren uptown. Me pasé el día recorriendo la ciudad: Madison Square Garden, el Empire State Building, Starbucks, Times Square, Rockefeller Center –allí me senté durante un buen rato a ver la ciudad de punta a punta desde el observatorio Top of the Rock–, La Quinta Avenida y sus tiendas, el MoMa, Las Dos Fridas, el <<giftshop>> –en el que me perdí durante horas y compré un ejército de lápices arco iris–, Central Park con un sándwich callejero en mano, el Upper East Side con sus embajadas y su glamour, el Metropolitan Museum of Art y Starbucks de nuevo.
Luego de confirmar que aún no tenía lugar para dormir, le pedí a D. que insistiera a un par de anfitriones y caminé hacia Broadway. Me detuve frente a un flamante letrero que leía The Lion King y saqué el boleto que había comprado meses atrás por internet.
Entré a la función en un intenso parloteo mental, encontré mi asiento y, ya encovada en él, practiqué todo tipo de técnicas de relajación para sacudir las dramáticas imágenes –en las que dormía en un banco del parque– que invadían mi cabeza.
El Rey León resultó ser una muestra de prodigiosas voces y bailarines conjugados con una mente brillante en la dirección de arte que traían a la vida los paisajes más remotos y las bestias más extraordinarias. Aquellos armatrostes de madera y telas se movían con fluidez y vida en un escenario que me parecía demasiado pequeño en comparación a ese gigantesca arena de mi imaginación. Salí del teatro con la satisfactoria y decepcionante sensación de que había visto cosas más emocionantes en mi país.
Dos cuadras más adelante, recibí buenas noticias, Mike, un anfitrión de Airbnb, me recibiría esa misma noche con la condición de que llegara antes de las diez. Miré el reloj, eran las nueve y cuarenta y cinco. Corrí hacia alguna calle, cuyo nombre no recuerdo, y estiré mi brazo frenético decenas de veces en busca de un taxi.
A las diez y cinco estaba bajándome en la dirección que había anotado en mi celular. Me acerqué a la puerta de la entrada y miré metódica el pequeño panel de timbres ubicado a la izquierda. En aquella cajita plateada no había ningún <<Mike>> y en mi celular ningún número de apartamento. Me acerqué a una pareja latina que estaba sentada en las escaleras de la entrada y le hablé a la mujer, esperando despertar en ella algún sentimiento maternal. Los dos me miraron confundidos y burlones cuando les pregunté si conocían a algún vecino de nombre Michael. <<Off course not>>, contestó ella. Me di la vuelta rendida, esculcando mi cabeza para desenterrar algún plan de emergencia. Tras unos segundos, la mujer se puso de pie, me extendió su teléfono y me dijo: <<llama>>, en un español empolvado.
A las diez y media estaba en mi nuevo hogar. Mike resultó ser un chino con sobre peso bastante antipático que, después de señalarme la dirección del baño y abrir la puerta de mi habitación, desapareció de un portazo al final del pasillo. Hace poco escuché a Margaret Cho, la comediante, decir que uno sabe qué tan chino es un chino por el olor de su casa, pues Mike era tan chino como se puede ser. Afuera de mi habitación la atmósfera apestaba a una combinación entre rancio y dulzón, y al interior de ella se manifestaba una generosa oda a la humedad. Cerré la puerta, me acosté con mi pequeño bolso abrazado a mí –porque tal vez es importante recordar que mi maleta seguía en casa de A.– y me dormí.
Eran las seis de la mañana de un sábado y yo entraba al Forever 21 de Broadway –lo único que encontré abierto a esa hora– para comprar ropa nueva antes de asistir a la primera jornada de mi taller de actuación en el Downtown. A las ocho de la mañana ya estaba haciendo una serie de ejercicios de calentamiento básico y a las once no sabía cómo mantener los ojos abiertos.
Al terminar el día, me había tomado cuatro tazas de café y estaba en el subway camino a las Naciones Unidas para encontrarme con A. –quien hacía una pasantía en la delegación de España– para cenar. Cuando llegué, A. me esperaba afuera de la imponente edificación para pasar la seguridad que, extrañamente, resultó ser más ágil y sencilla que las de RCN o Caracol.
Recorrimos los pasillos, las oficinas y salas de reuniones de las inmensas instalaciones de la UN. Cada quince metros tropezaba con una estatua o pintura, regalo de todo tipo de países impronunciables a la organización. En el primer piso, se mostraba portentoso un Obregón que adornaba una gigantesca pared del que no pude apartar mis ojos durante un buen rato. Luego de terminar mi emocionante tour –en el que recordé la época escolar en la que soñaba con estudiar Relaciones Internacionales y salvar al mundo–, nos sentamos en el restaurante a tomarnos un par de mojitos que el coqueto bartender le había regalado a mi amiga.
Mientras A. me contaba sobre su experiencia trabajando allí, yo miraba maravillada el desfile de túnicas, turbantes y lenguas que se paseaba a mi alrededor. Tras media hora, dejamos los vasos sobre la mesa y salimos a la terraza a terminar la conversación mientras A. fumaba, elegante como siempre, con el East River, Queens y Roosevelt Island de fondo.
Los días siguientes transcurrieron rápidamente. Me la pasaba en el subway, en la escuela o recorriendo nuevos rincones de la ciudad. Caminé por el Battery Park, visité la frenética Wall Street, presencié en silencio el Ground Cero, me mimeticé en el campus de NYU, atravesé el puente de Brooklyn, una vez en Brooklyn me atiborré de pizza en Grimaldi’s, recorrí las librerías, escuché los gritos del US Open afuera del Arthur Ashe Stadium, visité un par de pubs, estuve en un bar de jazz, vi a Alessandra Ambrossio –quien asombrosamente no me lleva más de diez centímetros de alto–, volví al Central Park e hice ricos a los dueños de Starbucks.
Tras un par de días en la ciudad, mi ropa cómoda, la habitual maraña en mi cabeza y la seguridad que trae la calma después de la tormenta, me asemejaban a una neoyorkina cualquiera. Los turistas se acercaban a mí para pedir indicaciones y yo, con risible orgullo, me dedicaba a explicarles lo aprendido horas atrás. Tenía la sensación de que, en la batalla con aquella indomable ciudad, yo había ganado.
Alrededor de las cuatro de la tarde de mi último día, caminaba entre Chelsea y Greenwich Village tratando de encontrar el Highline, el último lugar en mi lista. Estas vías de tren, transformadas en un generoso espacio público lleno verde, puestos de helado, artesanías y tarot, daban tregua a aquel caos de concreto. Allí, la indómita Nueva York se mostraba engañosamente inofensiva, haciéndome testigo de sus crímenes como en un perverso experimento científico.
Sentada tras un vidrio, la vi pintarse de carmesí y encender sus luces para ser aquella prostituta nocturna que había conocido el primer día. ¡Bang! Me golpeó como una cachetada el tamaño de mi derrota. Había perdido aquella batalla desde que soñaba con ella; desde que creí, ingenua, en su familiar epíteto; desde que pensé que había una batalla por ganar. Esta meretriz era astuta y se disfrazaba de oveja para convertirte en rebaño, porque la realidad es que Nueva York nunca será <<tu ciudad>>, pero ella de seguro te hará suyo.
1 comment
Daniel Lasprilla 25 octubre, 2016 at 4:57 am
Genial .. un potencia de transportar a la sensación de mi ciudad «Me encanta a mi también»