El sonido de las balas atravesando la carne de los vecinos se colaba por entre las goteras de zinc oxidado. Ella estaba bajo la cama con la camiseta mojada por la mezcla de babas y lágrimas que caían silenciosas por el rostro de la criatura que apretaba sobre su pecho. Hace seis meses la balacera lo hubiera asustado hasta los alaridos, pero se habían vuelto tan constantes que eran parte del repertorio nocturno junto con los grillos, la lluvia y los fantasmas. Ahora su hijo parecía haber aceptado que los hombres en su tierra no nacían ni del barro, ni de las costillas, sino de la sangre y las pasiones de otros hombres vivos y enterrados.
Ella, condenada al terror de los que aún tienen voluntad, se había abandonado a un rezo frenético tratando de arrancar con los dientes la misericordia de algún santo desocupado –que escaseaban en la región– o, en su defecto, un fantasma ávido de venganza –que ésos sí sobraban. De repente, un lamento punzante como una flecha se deslizó por debajo de la puerta y se le clavó en la sien. Clotilda –pensó. Sintió pena por la mujer que, para ese momento, ya tendría los vestidos rasgados, la cara rota y las piernas abiertas. Pensá en otra cara para que no queme tanto– le había oído decir alguna vez a una vecina. Por la histeria de sus lamentos era evidente que Clotilda no había seguido el consejo. Ella, en cambio, lo había repasado muchas veces, lo iba a disfrutar. Pensaría en la cara de su esposo, la misma que un día había amanecido incrustada en una cerca. Pensaría en ésa. No en la del vivo, que ya no veía con facilidad sin que apareciera la otra.
Un disparo. El esposo. Gracias a Dios no tienen hijos. Los muertos se extrañan, pero los desaparecidos se añoran y, en sus vidas, no había nada más inútil y desafortunado que la esperanza. Ella lo sabía. Lo temía. Había tenido un niño. Pronto se le acabarían los santos y los fantasmas y su hijo sería útil para la guerra. Durante el embarazo había prometido ayunos y nombres para que fuera niña. Hasta había comido pescado y chocolates a pesar de las náuseas que le producían. De haber sido niña simplemente habría debido decirle que pensara en otra cara para que no quemara tanto. Con los niños era mucho más complicado. Un día había pensado en cortarle una pierna para que no tentara al diablo, pero Marta La Lora probó con Chavito antes que ella y se lo habían matado en la cara, que para que aprendieran a respetar el trabajo de Dios y no anduviera regalando cojeras y robando reclutas. Después de eso La Marta se había muerto de horror y de culpa.
Pipí, mamá – lo escuchó decirle al oído en un susurro tan suave que le pareció romper el mudo estruendo de la guerra. Le puso la mano en la entrepierna. No estaba húmedo. ¿Qué dijo? Debe querer ir a hacer pipí. Tenía que llevarlo a la esquina de la habitación para que lo hiciera sobre el piso de tierra porque salir no era una opción, pero la guerra tampoco es excusa para que tu hijo te orine encima. Le dio un beso en la frente, lo tomó de la mano y enterró fuerte sus uñas en el barro, del que sí estaba hecho el piso de su casa, para escurrirse fuera de su escondite bajo la cama.
Sintió cómo su cuerpo se hizo frágil y su piel delgada en el momento en el que abandonaron el escudo de tablas y resortes. Sintió el despropósito de su voluntad. En esta parte del planeta nadie era indispensable. Todos eran daños colaterales y anónimos de las palabras pronunciadas por algún hombre con nombre en una tierra lejana de máquinas y papeles. Todos eran pérdidas desafortunadas de una lucha ajena. Sintió el despropósito caer sobre su lomo cual muro de concreto y siguió arrastrándose por el suelo como roedor con sobrepeso.
Aquí– le dijo en el oído a su hijo mientras se ponía en cuclillas frente al rincón. Él la miró con sus ojos redondos como monedas y se bajó el pantalón. El chorrito empezó a correr, delgado como un hilo, por la habitación hasta salir por debajo de la puerta para mezclarse con la sangre y la arena. Ella sintió cómo se le calentaba el borde del dedo gordo del pie con el roce del líquido tibio. La guerra no es excusa para que tu hijo te orine encima. Cuando terminó, le subió los pantalones y le dijo, abandonando la cautela anterior, –Tengo hambre. Vamos por pan. Se puso de pie y caminó, blasonada del doloroso orgullo que da la humillación, en dirección al rincón opuesto al que por convenciones sociales llamaban cocina.
Muchas veces había pensado en huir a la ciudad. En una ocasión había alcanzado a empacar sus tres vestidos en una valija, pero en la madrugada la habían atacado la fiebre y el vómito y había decidido posponer el viaje. Dos semanas más tarde, el señor Gualberto le había traído razón de su prima y, parafraseando con su poesía de trovador, le había dicho que la ciudad era un puente de hierro lleno de sangre y falto de papa. Desde entonces había decidido quedarse en su casa y llamar la atención lo menos posible. Había engordado, sin embargo parecía que la muerte modificaba gustos y transformaba estéticas porque vecinas con afortunadas asimetrías tampoco habían tenido suerte. Aún así, eso no era importante. Lo importante eran ese par de monedas que la miraban con obediencia mientras se embutía el pedazo de pan demasiado grande para sus manos y demasiado chico para su panza.
Una lágrima se resbaló deprisa por su mejilla –porque allí hasta las lágrimas andaban a hurtadillas. No sabía en qué momento había tomado la decisión ni cuáles habían sido los argumentos que seguramente repasó en su cabeza, pero estaba convencida de lo que iba a hacer. Le sirvió un vaso de leche y se lo dio ella para que no se regara, aunque ya eso no significara nada. Cuando terminó, puso el vaso en la ponchera, tomó a su hijo de la mano y lo arrastró suavecito hasta la cama. Al toparse con la estructura, él se agachó para volver a meterse bajo la madera, pero ella se adelantó, lo tomó de la cintura y lo sentó sobre el colchón. Luego se arrodilló con pausa frente a él, lo miró y le limpió los mocos, la leche y las babas secas que tenía entre la boca y la nariz. Le apretó duro el rostro y lo confirmó, no era el de un asesino ni tampoco el de un cobarde. Lo acostó y él se dejó zarandear con la resignación de los condenados. Parecía que su hijo siempre había tenido la facultad de entender, más allá de sus tres años, la desdichada naturaleza de sus vidas.
Ella le cantó, como le había cantado hacía unas horas, la única canción de cuna que se sabía. Los últimos versos fueron un llanto mudo que la ahogó en un penetrante espasmo. Cuando comprobó que se había dormido, se calmó y se abandonó al rezo nuevamente, esta vez en busca de Dios. No pidió por ella, ella ya estaba en el infierno y sabía que ahí se quedaba. Pidió por él. Ofreció ayunos y penitencias para que se convirtiera en ángel a quienes otros arrancaran milagros con los dientes. Hizo la cruz y tomó la almohada. Las manos le temblaban. La depositó amorosamente sobre la cara de su hijo para que no se despertara sino hasta el final.
Las últimas patadas coincidieron con las del hombre que derribó la puerta. El que al entrar, se detuvo en el marcó y miró el cuadro con una mueca en la cara. Para que aprenda a respetar la voluntad de Dios –dijo, mientras se desabrochaba los pantalones. Ella se tiró al pie de la cama, abrió las piernas y contempló, por el hueco de la puerta, el azul pálido del amanecer que ahora hacía juego con el cuero de su hijo. El hombre la tomó por detrás y le jaló fuerte el pelo obligándola a mirar para el techo. Ella sintió su miembro duro como una daga y cerró los ojos con fuerza invocando la imagen de la cabeza rota de su esposo. Entonces, dejó de sentir las llamas y fue ella quien dibujó una mueca en su cara.
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