Para las ocho y cuarto ya había visto tres videos inspiradores en Facebook, cinco artículos desoladores en Twitter y un desfile de fotos, llenas de pesas y escasas de ropa, en Instagram.
Comencé la mañana con mi ritual doble-propósito para despertarme lentamente y posponer el inicio de mis actividades que consistía en navegar en mi celular durante aproximadamente quince minutos antes de apagar la última de mis tres alarmas. Unos meses antes había descubierto aquella innovadora manera de entrar en consciencia después de ocho horas de sueño adolescente y la había adoptado bajo el lema <<ponerme al día>>. Era mi leer-el-periódico, por decirlo de algún modo. Para las ocho y cuarto ya había visto tres videos inspiradores en Facebook, cinco artículos desoladores en Twitter y un desfile de fotos, llenas de pesas y escasas de ropa, en Instagram.
Me paré de la cama al baño y me miré en el espejo. El desordenado nido que tenía en la cabeza no me causó tanto disgusto, he lidiado con él desde hace años –incluso a tijeretazos– y, tal vez a punta de costumbre, le he encontrado su encanto. Los dos grandes parches oscuros debajo de los ojos, testimonio de mi inexperiencia tanto para ponerme como para quitarme el maquillaje, y la pancita pálida que se asomaba debajo de mi camiseta, me alejaban de parecerme a cualquiera de las agraciadas imágenes que había visto momentos antes.
Me metí a bañar con mi autoestima escurriéndose por el drenaje. El agua, como de costumbre, llegó acompañada por una cascada de cavilaciones.
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Siempre me gustó leer y tuve poco interés en las fiestas, lo cual suponía un obstáculo en el desarrollo social que era aceptable para una niña en plena pubertad. Tuve que hacer concesiones durante años asistiendo a eventos que poco se me antojaban, fingiendo entusiasmo para no preocupar a nadie. Tampoco fui especialmente ambiciosa en lo que se refería a mi imagen y antes de las fiestas me convertía en el conejillo de indias de mis amigas que me asesoraban de pies a cabeza.
Por fortuna, la televisión hizo parte importante de mi crianza. Siendo hija única de mamá soltera pasaba la mayor parte de mis tardes sola, así que mi almuerzo se servía en una mesa plegable frente a la pantalla que hacía las veces de interlocutor. Fue como televidente que encontré el encanto de mis rarezas.
Para ese entonces, una época en la que la inteligencia comenzaba a ponerse de moda, Sabrina y las Gilmore –mis dos grandes compañías– se paseaban por la parrilla de mis canales preferidos. La primera, una bruja –¡hablemos de rarezas!– luchaba contra su timidez, su adolescencia y sus súper-poderes. Las segundas, un par de mujeres –a las que, ahora entiendo, no entendía– se pasaban las tardes hablando de libros, música y cine, mientras conquistaban al mundo con su agudo sentido del humor.
Ambos programas, dominados –y, en el caso de Gilmore Girls, escrito y dirigido– por una hermandad de mujeres interesantes, inteligentes, divertidas, extrañas y, como consecuencia, bellas, me enamoraron de una feminidad distinta a la que me rodeaba y de la característica que, aún hoy, admiro más profundamente: la autenticidad.
Como consecuencia, unos años más tarde, la inteligencia y el ambientalismo fueron tendencia; sin embargo, ahora los han reemplazado el fitness, la moda y los bloggers. Los millenials no viven para aprender o para cambiar el mundo, sino para <<influenciar>>. Por eso proliferan las cuentas de mujeres –y niñas– maquilladas y vestidas como para un concurso de belleza que, para lograr la titánica tarea de subir tres selfies al día, deben pasar horas posando en diversos ángulos y cambiando de outfits. Así, mujeres que perfectamente pertenecerían al clan Gilmore, han terminado reducidas a contoneos, serenatas y muecas frente a la cámara para mendigar likes y folowers.
El rol masculino y la dinámica del mercado laboral han sido fundamentales para este frenesí del mírenme-a-mí. Los unos con sus qué-delicia-esta-y-la-otra y el segundo con su solo-hay-cupo-para-una, nos han llevado a los límites de la inseguridad y la competitividad caníbal que nos tienen en una guerra civil déspota. Sin embargo, fuimos nosotras quienes, poseídas por la vanidad, entramos en el juego.
La sociedad entera ha caído en el abismo de cumplir los estándares de calidad de las redes sociales, ficticios en esencia, lo que nos está llevando a la esquizofrenia colectiva y a ésa incontrolable adicción al mundo virtual. Solo en él nos vemos como queremos –valiéndonos de filtros y ángulos–, solo en él nuestras relaciones son como en las películas, solo en él somos lo más cercano a lo que soñamos de nosotros mismos y eso lo vuelve indispensable.
También es cierto que Colombia, profundamente permeada por la cultura norteamericana, ha sido especialmente vulnerable a la fábrica de apariencias. Otros lugares como Europa e incluso Argentina –aunque, pensándolo bien, son lo mismo ;)– siguen cultivando una belleza nutrida por la agudeza mental y la naturalidad.
No es solo una cuestión geográfica, en una expedición reciente busqué una lista de personajes a los que realmente admiro en redes sociales y, para mi sorpresa, solo pude encontrar a un par cuyas cuentas se asemejaban más a un álbum personal o una plataforma para alguna causa social y distaban radicalmente de las habituales vitrinas.
Entonces, no estoy sola –pensé como la primera vez que había visto Gilmore Girls.
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Para entonces ya estaba secándome la espalda con la toalla. Desempañé el espejo nuevamente y miré con detenimiento las ojeras moradas que nacían desde la comisura interna de los ojos, los cachetes enrojecidos por el calor, el pequeño bultito de mi nariz, la pronunciada clavícula, mi somnoliento ombligo, las cicatrices de mis piernas y las uñas de los pies sin arreglar. Ahí estaba yo, #Estefanía, sin ángulos ni filtros… y estaba bien.
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