Sentada frente a su hombre de turno estaba ella, pálida y fría como la luna, susurrando el canto milenario de la más sublime seducción. Había quienes pensaban que, por su oficio o su vetusta experiencia, el dolor ya había abandonado sus entrañas dejándolas vacías e inertes. Solo ella conocía el lugar exacto de su lánguida figura – aquel resquicio justo en el medio del costado derecho y el ombligo –en el que se ocultaba, a veces mezquina o, en ocasiones, jactanciosa, la más funesta e irremediable herida–. Solo ella sabía que cada amante que se vaciaba en sus brazos, era en su cuerpo un nuevo desgarre y, su oficio, un decidido andar hacia su extinción.
Bésame pue’, María. Eta bé no te peleo. Oyó la voz carrasposa de él a través de sus labios cerrados. A este ya lo conocía. Varias veces antes le había musitado sus sortilegios al oído, pero él, obstinado y orgulloso, nunca había sucumbido a sus oceánicos cantos. Ben, pue’, María quetoy cansao. Era moreno, corpulento, sagaz, pasional y gozoso. Hablaba un español vapuleado que se asemejaba al eco de ancestrales tambores.
Decidió acomodarse rápida y eficazmente. Sabía que el ritual balbuceo con el que se evacuan las almas comenzaría dentro de poco, así que se apresuró para no ser testigo de aquel penoso espectáculo. Se posó sobre el cuero azabache de su fugaz amante y lo abrazó amoldando su figura al rígido monumento de sus huesos. El hombre, antes quieto, ahora temblaba –primero imperceptible, luego en violentas sacudidas–, mientras ella arrastraba el hielo de su lengua para arrancarle la enfermedad de la piel.
En un repentino ataque, la furia y la dignidad se abalanzaron sobre él y apresuraron el mascullo de su boca para dar inicio al temido delirio. Las palabras se escurrían, irrumpían, deslizaban, golpeaban, sacudían y magullaban por entre sus labios como olas coléricas en una oscura tormenta. Kete-retumbá malantagana gwenia watoto. ¡Jambó! Ella, en una desesperada pelea con el tiempo, invariable y terco, le succionaba el aliento entre los dientes intentando arrebatarle la voluntad y apagarle la existencia.
Ndive muroyi ¡Perdóname! Mama, no me deje aquí solo que no guanto solo, mama. ¡Eloge oulai! Dio mío. Ya ‘ta bien. Ya ‘tuvo bueno. Ya me puedo ir. Babudu camalondo… Entonces, se hizo el frenético vendaval en su cabeza. Todos los hombres que habían pasado por su cuerpo se le lanzaban sobre los sesos y se deslizaban con rapidez frente a su mirada desapareciendo de nuevo en la eternidad. Por más que intentara retenerlos con las uñas, todos ellos se escapan de su mente a algún lugar al que ella no tenía acceso. Tal vez las grietas de sus costillas o las hendiduras de sus dedos.
Este no se escapa, pensó ella mientras se abalanzaba débil sobre el nocturno cuerpo de su más reciente víctima en el último esfuerzo por arrancarle la vida. Entonces, se hizo el silencio. El tambor dejó de retumbar. Ella, exhausta y adolorida, se puso de pie y se acomodó el vestido cual prostituta desechada. A este no lo voy a olvidar, se dijo satisfecha, sin percatarse de que ya no veía su rostro, ni recordaba su nombre. <<Este>> también se había escabullido sigiloso para no permanecer en las entrañas de La Muerte.
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