Tampoco le explicaría que él había sido el detonante de aquella revelación, aunque tal vez así su orgullo le permitiera entenderla mejor. El mundo es el menú de un restaurante y tú eres la ensalada césar, le había dicho.
Caminaba por el estrecho pasillo repitiendo mentalmente el discurso que había planeado. Comenzaría por pedirle que se sentara. Siéntate, tenemos que hablar, diría. Luego, tras tomar un par de bocanadas de aire para evitar el vómito o las lágrimas –o una desafortunada mezcla de ambos–, le pediría que escuchara, así no más, sin interrumpir, sin acusar. Sabía que él diría que sí, aunque tras el primer párrafo no sería capaz de permanecer callado con la ira trepándose por su espalda y escapando como una fuga de gas por su nariz. Pero igual se lo pediría y él, aún sabiendo rota la promesa, aceptaría. Entendí. Sí, así iniciaría el monólogo. Con la epifanía. Fingiría la espontaneidad en aquella revelación mordisqueada que había auscultado durante días en el silencio de la noche y en la privacidad de los sueños. Somos dos hambrientos. ¿Hambrientos? ¿Era esa la palabra que había escogido? ¿Hambrientos? Ya no parecía sonora o poética. Tal vez era que había perdido el sentido después de repetirla un millar de veces en su cabeza. Como cuando, tras jugar aquel trabalenguas de sílabas invertidas, la palabra más sencilla, como elefante u ombligo, ya no se parecen ni a un elefante, ni a un ombligo. Eso era. Pura cuestión de vejez fonética. Somos dos hambrientos. Podía ver su expresión, mezcla de escepticismo, burla y curiosidad, cuando le soltara aquella sentencia. Sí. Hambrientos. Ahora sonaba bien. El mundo se divide en dos. Lo miraría como la maestra que confirma la atención de sus estudiantes. Saciados y hambrientos. Y nosotros somos dos hambrientos, diría él, impaciente. Ajá. Dos hambrientos. Los saciados son una especie afortunada. Con lo que tienen basta. Andan con una eterna inflamación de colon por la vida. Se despiertan y, sin haber probado bocado, están llenos. Con lo que tienen basta. Vinieron de observadores. Sin exigencias o antojos repentinos. Si les dan pan, el pan es lo mejor. Si les dan langosta, no hay nada como ella. Hasta mierda se les puede dar y se la comen con una enorme sonrisa marrón en la cara. Él la miraría frío, pretendiendo que la furia aún no lo ataca. Ella callaría –sabiendo que aún nada tiene sentido para él– para saborear su silencio. ¿Entiendes? Una pequeñísima humillación, casi imperceptible y que él, aún percibiéndola, ignoraría. Ajá, mentiría. Eso pasa con todo. No solo con el pan o la langosta. Pasa con el trabajo, con las horas, con las risas y con el amor. Les basta. Ya, afirmaría él exhausto. Pero nosotros no somos dos saciados, aclararía con cinismo. No, respondería ella con fingida humildad. Nosotros somos dos hambrientos, repetiría él. Dos hambrientos, sí, resaltaría ella. ¿Cómo seguir? El pasillo había llegado a su fin y no podía seguir en aquella dirección, así que dio media vuelta y volvió sobre sus argumentos. ¿Cómo seguir? Ya no podría seguir con aquel discurso ininteligible, él no soportaría otra embestida a su ego. Sentido, necesitaba algo de sentido aquel vomito verbal premeditado. Dos saciados van por ahí juntos dejando el mundo intacto. Salen ilesos. Se les ve andar de barriga llena y corazón contento. Como insistía mamá que me sentiría después de un buen platado de brócoli. Yo siempre he tenido fijación oral. Sí. Estaba bien desviar la atención sobre un tema menos doloroso, a ver si la ira se le despistaba a él y la valentía emprendía su camino de vuelta en ella. Antecedentes. Ya desde las ecografías me habrían podido diagnosticar. Allí estaba yo –todavía sin estómago, pero con hambre– con el dedo en la boca. Señora, tenemos una terrible noticia. Así debió haber terminado aquella consulta. Su hija es una hambrienta. Y mamá, con el irremediable y ciego amor que me profesó siempre, habría tomado la tortuosa decisión de dejarme vivir a costa del mundo. Luego vinieron los lapiceros, pitillos o cualquier objeto cilíndrico alargado que pudiera ser triturado. Crac. Crac. Crac. Ésa es mi banda sonora. El mundo triturado a mis pies. O más bien a mis labios. Para estas alturas, él ya no podría disimular la gracia del argumento. Haría una ovación mental, celebrando aquel astuto maridaje entre el entretenimiento y la crítica. Con una furtiva sonrisa diría: ¿Y yo soy el pitillo? ¡Ah! ¡Victoria! Ahora podría escupir el veneno bajo el disfraz de la anécdota y la narrativa. Tú y yo somos, empezaría. Dos hambrientos, terminaría él. Entonces se sentaría, dejando de ocultar su satisfacción. Mostrando los dientes sin pretender ser inofensiva. Dos hambrientos juntos hacen una relación caníbal. Se parece más a la escena de un crimen. Se devoran entre ellos. Devoran el mundo con el apetito de los amantes y siguen con hambre. Dejan sangre y cicatrices por donde van. Él se sentiría halagado, pues hasta de dolor querría atiborrarse. Ella callaría nuevamente. Observaría la lúgubre paz que habría invadido el cuarto. Dos asesinos, uno frente al otro, confesando su objetivo. Quiero hacer dieta, rompería ella. Para que ni el mundo ni tú se me acaben de un bocado. Para no acabarme de un bocado. Sin poder evitarlo, él abriría los ojos con la furia ya incrustada en sus pupilas. Entendiendo la sentencia, comenzaría a defenderse, aún después de haberse declarado culpable frente al jurado. Desmentiría aquella ridícula teoría. Me bastas, diría. El pasillo comenzaba a estrecharse cada vez más y las paredes le rozaban los hombros. Más, pediría a gritos. Negaría la sangre y la carne en el piso de la habitación. Hablaría de su saciedad en el tono ingenuo del que la desconoce. Ella callaría, no mostraría la desgarradora evidencia, allí en sus cuerpos. No le hablaría de esa noche, en la que lo había espiado de lejos, devorándose al mundo en una mujer. Tampoco le explicaría que él había sido el detonante de aquella revelación, aunque tal vez así su orgullo le permitiera entenderla mejor. El mundo es el menú de un restaurante y tú eres la ensalada césar, le había dicho. Aquella metáfora había resonado en su cabeza, con la intensidad de un antojo en el quinto mes de embarazo. Quiero hacer dieta, repetiría ella, solo ensalada césar, completaría en un inaudible susurro. Ahora las heladas paredes del pasillo le aplastaban con violencia los brazos sobre las costillas. Se deslizó con dificultad hasta el umbral de la puerta y extendió el brazo para empujarla. La habitación se veía amplia y, aún así, ella sentía la claustrofobia empujarse por su garganta. Allí estaba él, de pie, mirándola con curiosidad. Tuvo la extraña sensación de que él había escuchado aquel balbuceo psicológico de un lado a otro por el pasillo. Lo miró con detenimiento. No. No era eso. Hola, dijo. Hola, respondió él. Antes de dar un paso al interior del cuarto, vio que la pared del pasillo era amarilla. ¿Cuánto tiempo había pasado recorriéndolo? ¿Una hora tal vez? Apenas ahora se percataba de la pintura fresca cubriendo aquel fatigoso gris ratón que antes lo vestía. Dio un paso hacia adelante y el aire pareció cambiar su densidad. Siéntate, tenemos que hablar, escaparon las palabras por su boca, torpes y atropelladas. Lo miró fijamente de nuevo. No. No era eso.
–¿Qué hay para cenar?
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