Todos estábamos vestidos de negro, como debe ser. Al frente, una caja encerrando una bola de secreciones que ya no es mi padre. Un ícono. Un símbolo de lo que fue su vida. Su cuerpo. Tengo ganas de vomitar y no es por el olor a naftalina. Al contrario, desde chica robaba los sobres de las carteras de mi mamá para untarme los dedos de polvo blanco y metérmelos por la nariz. Las náuseas que me invaden son de pensar que la vida de mi padre, juzgando por el maniquí al que le rendimos honores, debió ser fría, dura, maloliente y verdosa.
¿Cómo estás? – Me pregunta una voz que no reconozco. Giro mi rostro con lentitud para ver si tengo mejor suerte con la vista. O tal vez giro mi rostro con rapidez, no lo sé. Hay algo en el duelo que enloquece a la propiocepción. Debería escribir mi tesis sobre eso. Un análisis químico sobre la reacción de los neurotransmisores propioceptivos al dolor indescriptible por la pérdida de un ser amado. Pero, ¿Siento un dolor indescriptible? ¿Amaba realmente a mi padre? Termino la hazaña eterna de girar el rostro y reconozco los ojos que me miran de vuelta llenos de lágrimas. Es Lucía, mi gran amiga del colegio. Tal vez ella sí amaba a mi padre. Quisiera responderle que estoy mal. Que el duelo me ha alterado la propiocepción, que no solo no entiendo de velocidades, sino que ahora tampoco sé quien soy. No puedo. Estoy bien. Estoy bien – digo en voz baja con un deje de sorpresa que no puedo ocultar.
Una mano toma la mía, trato de identificar a cuál de todos los cuerpos que me rodean pertenece y no lo logro. Me dejo llevar por la caravana que va detrás de la caja. Debería dejar de decirle la caja. Eso que va ahí es mi padre. No, eso no es mi padre, es el féretro de mi padre. Dejémoslo así. Si alguien me pregunta qué hago diré que me dejo llevar por la caravana que sigue el féretro de mi padre. Pero ya no es cierto. Ahora estoy sentada. Los demás están de pie. Se dan la bendición. Me pongo de pie, pero ya es demasiado tarde todos se han sentado y resuelvo darme la bendición con gran velocidad – o poca, no sé – y sentarme nuevamente.
Quisiera que alguien me preguntara qué es lo que hago para dar la respuesta que por fin me parece acertada. Nadie lo hace. Todos miran al cura, o a mi madre, o a la caja o a mí. Quiero que dejen de mirar. Nunca me ha gustado ser el centro de atención. Debimos hacer algo más pequeño. A mi papá tampoco le gusta ser el centro de atención. Aunque a decir verdad, no creo que nadie esté muy interesado en la caja. Siempre me ha parecido que cualquier interés que el ser humano muestre por otro es una parodia. Nadie está interesado más que en sí mismo. A quién le importa la caja de en frente – el féretro, acuérdate – a quién le interesa si mamá es demasiado vieja para volver a encontrar el amor. A quién le interesa que mi papá no pueda despertarme con un beso en la frente para ir a echar maíz a las palomas de la plaza de la esquina. A las palomas. A las palomas les va a importar cuando les duela la panza. A nadie más. Ahora sí duele. Ahora sí puedo decir que amo a mi papá y que las palomas y yo lo vamos a extrañar los domingos por la mañana. Alivio.
Todos están de pie nuevamente. Nuevamente, me pongo de pie tratando de alcanzarlos. Nuevamente es demasiado tarde, todos están sentados. Nuevamente resulto de pie sola, me echo las tres cruces a toda velocidad y me vuelvo a sentar. La próxima vez iniciare la levantada yo. Hoy que todos me miran, me deberán seguir. Ahora todo se va a negro. ¿Me desmayé? No, he cerrado los ojos repentinamente. Maldita sea la falta de propiocepción. Me siento como un caso de Sacks. Intento abrir los ojos, me pesan los párpados. La fuerza que hago en los globos hace que bizquee. Estoy cansada. Imagino cómo me debo ver desde afuera. La cara de atolondrada que tengo no demora en asustar a mis seguidores. Pronto vendrán a decir que a la niña le ha dado una embolia. Sonrío. Estoy cansada y no debo sonreír. Si mi mamá me ve, me pellizca. Debo rendir honores a la caja. Pongo la cara sobre la madera fría frente a mí, así pensarán que lloro y no me molestarán.
Me despiertan las voces del coro. Están desafinados. Si papá fuese el de la caja, muerto o no muerto, ya se hubiera levantado para mandarlos a callar. Me pongo de pie con rapidez. Esta vez lo logro. Todos me siguen. El cura procede a dar la última oración. Pobres curas. Tantas palabras deben significar un montón de saliva y no toman agua. Pero toman vino. Éste no tomó vino. Debió hacerlo mientras dormía. Qué vergüenza, dormiste en el funeral de tu padre. Es cierto, no amas a tu padre. Que descanse en paz el alma de Julio Emilio Contreras – hay murmullos en las primeras filas de la iglesia. Los de atrás no dicen nada porque no deben saber. El cura se equivocó de nombre. No es Julio. Jorge, se llama mi papá, pero qué importa si el de la caja no es mi papá. Es la vida fría, dura, maloliente y verdosa que tuvo.
Ahora es tiempo de despedirnos – me dice al oído la cara arrugada de mi madre. Qué vieja está. No lo había notado antes. Parece que la tristeza le hubiera ablandado la piel. Seguro a ella no le afectó la propiocepción – estaba toda ahí, en los pliegues de carne. ¿Cómo era que se iba a llamar mi tesis? Algo sobre un ser amado. Algo sobre neurotransmisores. Un análisis químico sobre la reacción de los neurotransmisores propioceptivos al dolor indescriptible por la pérdida de un ser amado. Debería anotar. Anotas cuando llegues a casa. Duermes cuando llegues a casa. Quiero que todo acabe para anotar y dormir. Ahora estoy de pie frente a la caja. Adentro el féretro. No, definitivamente no debe ser la pérdida de un ser amado, pues yo no siento nada por la bola frente a mí. Este no es mi padre. ¿Qué es lo que se supone que uno debe hacer en estos casos? ¿Lo beso? Tener la naftalina cerca me haría bien. No, eso parece excesivo, escandaloso. Debería llorar, pero mis ojos están secos como limones puestos al sol.
Nuevamente una mano toma la mía, esta vez puedo identificar el cuerpo al que se adhiere porque es el único cerca de mí. Es Lucía otra vez. Nunca había sentido tanto amor por ella como en este momento. La veo más hermosa que nunca. Quisiera decírselo, pero mi boca parece oxidada por el desuso y no quiere abrir. Dejo que Lucía me arrastre a la plaza frente a la iglesia. Ahora se llevarán el cuerpo que representa la vida de mi padre y lo quemarán. Bien. De pronto eso haga que su vida se vea mejor. Ahora será caliente, gris y ligera. Bien. Su vida será mejor. Miro a Lucía y, ya que no puedo hablar, le sonrío, esta vez sin remordimientos. Ella me sonríe y lágrimas ruedan por sus mejillas. Ella es una mejor persona que yo. Ella debe amar a su padre.
Giro el rostro, la propiocepción ha vuelto pues la velocidad parece normal. Me dispongo a pensar en que mi tesis será mucho menos interesante de escribir ahora, pero una lluvia de granos dorados al otro lado de la plaza capta mi atención. Un hombre de la edad de mi padre lanza maíz con melancolía. Nadie está sentado a su lado. No es mi padre. No es una visión. Un ruidoso aleteo anticipa la llegada de cientos de palomas y pienso que las de mi plaza también deben estar en camino. El ruidoso aleteo cae sobre mí reemplazando el tic-tac de un reloj que me canta que mi padre a muerto y el tiempo anda. No para, no para.
1 comment
leo 23 julio, 2015 at 1:44 am
tus escritos cautivan en el buen sentido de la palabra