El agua salada se apresuraba a rozarle el cuero de los zapatos hasta volverse espuma. Estaba de pie frente al gigante por primera vez y no lograba sino permanecer así, pequeño e inmóvil, mientras la brisa le despeinaba las gruesas y abundantes canas. Dejó que la sal le invadiera los pulmones y se le escurriera lentamente a la barriga hasta que le quemó la nariz y se le aguaron los ojos. Estuvo en ésas un rato largo, dedicado a escuchar las olas que, en susurros, le contaban secretos traídos de otras costas en continentes lejanos. Escuchaba atento para reconocer los suyos. Su historia. La que había comenzado hacía ya más de tres cuartos de siglo. La misteriosa y a la vez corriente fábula de la que el agua había decidido ser tozudo testigo.

Se mantuvo con el oído atento y paciente, mientras la marea traía relatos de piratas gitanos, de náufragos japoneses, de indígenas apasionados, de viejitas supersticiosas, de hombres curiosos, de niños impertinentes y, finalmente, la de un hombre cuya historia había comenzado más de tres cuartos de siglo atrás. Entonces, prestó minuciosa atención a los detalles hasta cerciorarse de que fuese la historia adecuada y, cuando lo comprobó, se dedicó a auscultar con la misma pericia de los niños impertinentes que el mar, con sus relatos, había seducido hasta la más sombría profundidad.

Había nacido una noche en una vereda frente al río Cauca. Su madre, una campesina fuerte, saludable y de huesos grandes, tenía la costumbre de caminar al río todas las noches y sentarse en la orilla de piedras durante horas para escuchar el rumor del agua que pasaba como lluvia de fríjoles sobre concreto. Alguna vez su padre –para quien su mujer era tan misteriosa como la vida misma– la persiguió sigiloso, temiendo que estos sospechoso encuentros nocturnos tuvieran como objetivo regalarle algo de su sensualidad desbordante –que ni él alcanzaba a saciar– a otro hombre con hambre de sudor y de carne.

Luego de lo que le pareció una búsqueda eterna, la encontró sentada frente al cauce y se escondió entre la selva para atestiguar el momento del encuentro. Mientras esperaba, la detalló. Escudriñó cada instante de su intimidad. Escrutó cada rincón de su cuerpo. Sus caderas anchas, sus piernas carnudas, la curva picuda de sus senos; le pareció especialmente hermosa ahí, en ese río, vistiendo la tonalidad plateada que le regalaba la luna a ciertas mujeres. Quiso abalanzarse sobre ella y hacerle el amor. Dejarle saber que la tonalidad plateada de la luna lo había cambiado a él también, le había concedido el poder de saciar su sensualidad desbordante o, más bien, de no saciarse nunca de ella.

No dijo nada. No se movió.

Siguió cavando con su mirada minuciosamente y encontró un hilo blanco en el cuerpo de su mujer que aparecía en el regazo, le recorría la pierna derecha, bajaba por el tobillo hasta una piedra enorme y, en un zigzag de luz, caía al río para juntarse con el agua en movimiento. Miró con más detalle aún, sin entender la novedad.

Lágrimas.

Un reflejo instintivo e irracional lo movió, lo obligó a abalanzarse sobre ella y lamerlas. Pasar su lengua sobre la piel para borrar todo rastro de tristeza. La tomó sorpresivamente y ella, distinto a lo que él hubiera imaginado, lo recibió generosa y caliente como si lo hubiera estado esperando todo ese tiempo.

Al amanecer, cuando caminaban descalzos y semidesnudos, con el vigoroso agotamiento que deja el sexo, habló por primera vez en horas para preguntarle por su llanto. Ella le contestó con una sola palabra que lo hizo enmudecer para no adentrarse en el mundo profundo y confuso al que, sabía, lo llevarían más indagaciones al respecto. Nostalgia, le dijo ella. Después de aquello, su padre no volvió a usar el término porque su significado era falto de sentido si no se refería a la relación entre el río y su mujer.

Una gaviota voló bajo y el ruidoso aleteo lo turbó. Sacudió fuerte sus brazos en el cielo para espantarla a ella y todos los sonidos que pudieran robar cualquier poco de atención a su esquivo narrador. Se acomodó los pantalones, que se le habían resbalado en el ágil movimiento y, con un gesto suave de la mano, pidió que continuara el monólogo. Su nacimiento tuvo lugar en la misma piedra que había sido tocada por el hilo blanco. Su madre, con la silueta deformada por una bola gigantesca en el vientre que, según las abuelas era pura barriga de niña, se había escapado de la vigilia de su matrona y se había arrastrado a su ansiado terreno.

Horas más tarde, su papá la encontró. Ella pálida e inmóvil en la orilla, su tes lívida a falta del color rosáceo que da el aire en los pulmones y junto a ella, sobre la piedra, un bebé que, para doble desconcierto de las abuelas, era niño y, a pesar del frío y la soledad, no lloraba. Ése había sido el comienzo de su vida que desde temprano prometía míticos vínculos y extravagantes sucesos y se destacó por ser todo menos decepcionante.

Las inundaciones y los diluvios se enfrascaron en una suerte de persecución que siempre terminaba por voltear su vida. A las primeras les debía –en breve: su primera vez con una mujer, la muerte de sus abuelos, su repentino enriquecimiento, su escalada social y su problema de vejiga. Mientras que, a los otros, los diluvios: su primera casa, el derrumbe de su mina, la muerte del resto de su familia y su reunión con la que, no mucho tiempo después, se convertiría en su esposa.

Por esa época, los vecinos, motivados por la superstición de las abuelas, lo echaron del pueblo convencidos de que sus vidas se habían vuelto húmedas y desastrosas por su presencia. Él aceptó irse sin dar pelea y organizó, en tan solo un par de días, su nueva vida en la ciudad junto a su mujer. Optimista, como de costumbre, pensó que tal vez las abuelas tenían razón y que en la ciudad, rodeado de tanta gente importante, el agua tendría otras vidas de las que encargarse y lo dejaría en paz.

Pero ya sabés que no fue así –susurró una corriente porteña– eso solo consiguió que los problemas fueran localizados. Las inundaciones y los diluvios generalizados fueron reemplazados por rupturas y trastoques en tuberías, goteras y alcantarillas que aparecían sin razón aparente, en cualquier casa o apartamento escogido con la debida precaución. Su mujer, que había aprendido a amarlo con aquella vinculación sobrehumana al moho, se acostumbró a andar con botas pantaneras y paraguas dentro de la casa.

Así transcurrieron sus más de tres cuartos de siglo. Ahogados. Subacuáticos. Hasta que su esposa murió de un golpe en la cabeza cuando resbaló en la ducha, su falta de seguro –porque ya no lo aceptaban en ninguno– lo llevó a la ruina y su vejiga lo llevó al hospital. Hasta que no reconoció su rostro en el espejo y buscó reconocer su historia en el mar.

Sentado sobre la arena, se quitó con dificultad sus zapatos demasiado elegantes para la ocasión, se puso de pie, tomó otro sorbo de brisa entre su pecho y comenzó a desvestir su delgado y huesudo cuerpo. Al terminar la metódica labor, dobló su ropa ordenadamente y la puso con mucho cuidado encima de sus zapatos abandonados en la playa. Caminó hacia las olas hasta que se abalanzaron de nuevo, esta vez sobre la punta de los dedos. Al sentir el frío se detuvo y se quedó allí un largo rato con los ojos cerrados, disfrutando cuando las olas venían y hacían juego entre sus pies, y agonizando cuando se iban y los dejaban un rato solos y aburridos.

Entonces, sin advertencia ni explicación, la agonía y la espera se hicieron largas. Las olas dejaron de venir. Apretó sus ojos para concentrarse y comprobar que la costumbre no le había arrebatado la sensibilidad al frío contacto. Nada. Pensó que ése era el indicio de que su maldición se había terminado. Ahora, después de compartir sus secretos, el agua lo abandonaba para que disfrutara de la vida corriente que nunca tuvo y tanto anheló. Y ahora él, después de pedirlo durante años –más de tres cuartos de siglo específicamente– no quería abrir los ojos para encontrar el inmenso estanque vacío. Movió los dedos como llamando la espuma. Le dolieron las tripas. Le dolió la vejiga. Ya habían transcurrido varios minutos y el agua seguía digna, sin acercarse. Una lágrima rodó por su mejilla. Nostalgia, pensó.

En ese momento, las sombras invadieron el interior de sus pupilas hasta llenarlas de la más cegadora oscuridad. Abrió los ojos rápidamente y la vio. Una ola inmensa, que rozaba las nubes, se abalanzaba sobre él como un día lo había hecho su padre sobre su madre. Su susurro estremecía a los árboles y sacudía los edificios de la pequeña ciudad costera. No sintió miedo. Se dejó abrazar por el mar que venía egoísta para jugar con sus dedos por la eternidad.

Y, con la más sublime concentración, escuchó atento a los océanos rugir el final de su relato.

 

Para Alfonso

Leave a reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *