No fui de las niñas a las que les cambió el cuerpo con demasiada velocidad –ni tampoco cambió mucho, a decir verdad–, pero recuerdo a la perfección cuando comenzó a hacerlo. El dolor en el pecho y la perpetua incomodidad fueron mi banda sonora durante un tiempo. Las dos bolsitas flácidas y, a mi parecer, feas que aparecieron de la noche a la mañana en mi plexo solar eran mi mayor dolor de cabeza. Se me antojaban dos grandes letreros que decían <<mírame>> y yo no quería que me miraran. Por un lado, porque mi personalidad nunca ha congeniado demasiado con los ojos ajenos, pero por otro porque no estaba lista para que lo hicieran y mucho menos allí. Si alguien detenía los ojos en aquél lugar dos segundos más de lo habitual –aún si era por error– terminaba con las mejillas mojadas. Mi mamá siempre tuvo pechos grandes –le cantaban “La vaca lechera” desde los doce, ese tipo de grande– y yo no hacía sino prometerle a Dios que me portaba bien si no me encimaba su herencia.
Antes de eso, era un ente asexuado que andaba por el mundo dando brincos y jugando con otros entes asexuados como yo, pero cuando brotaron las dos pelotitas mi mundo se dividió en dos. Niños y niñas. Yo era una niña, por capricho del destino, y eso implicaba ciertas responsabilidades. Sentarme de piernas cerradas, peinarme todos los días, afeitarme y las Barbies eran mi parte de la ecuación. Para los otros, los niños, los requisitos incluían jugar fútbol, la exclusión del color rosa de cualquier paleta, los juegos de mano y la ausencia de llanto.
La aparición de los géneros en mi radar no solo implicaba cambios en mi cuerpo y requisitos en mis gustos, sino un amplio manual de reglas a la hora de relacionarme con <<ellos>>, alias El Coco. Afortunadamente, a mi mamá se le había extraviado su copia y no tuve que aprenderlo de memoria, pero mis amigas debían seguirlo al pie de la letra.
Así comenzó mi relación conmigo como mujer. Por ahí a los doce años, cuando un balón de fútbol me golpeó en el bultito justo arriba de las costillas y el dolor me rugió que era una niña. Así también comenzó mi relación con mi cuerpo. En aquél vaivén de <<me odio>> y <<me gusto poco>> que tenía todo que ver con el género opuesto y sus ojos.
Mi mecanismo de defensa fue el del camaleón, mimetizarme. Convertirme en uno de ellos. Intentar ser asexual eternamente. Así que quemé mis responsabilidades: no me peinaba a diario –el coro matutino de mi mamá era su: “¡Nena, peínate!” –, usaba ropa ancha –entre más disimulara mi cuerpo, mejor–, no volteaba a mirar nada que se asemejara a un par de tacones, ni mucho menos un pintalabios. No me fue del todo mal. Tenía un ejercito de amigos –chicos– y pasaba desapercibida, por lo menos a mi parecer.
Aún así, nada de lo anterior me salvó de sus ojos –para los que las demás se pintoreteaban y aún hoy se editan en redes sociales– y, sin darme cuenta, comencé a quererme u odiarme según sus comentarios. Lo que dijeran, veía en el espejo. Un año tenía las caderas demasiado anchas y al siguiente muy estrechas. Una semana odiaba mis ojeras, la sucesiva veía su encanto. Un día mis piernas eran excesivamente delgadas y al otro un poco gruesas. Así vivía mi autoestima en una perpetua ciclotimia. Mi cuerpo no cambiaba –todavía hoy se resiste al cambio, para mi fortuna– cambiaban los ojos que lo miraban.
Cuando, hace unos años, dejé la melena en un escaparate para interpretar un personaje, me enfrenté nuevamente al dilema del género que años atrás había olvidado. Personalmente me gustaba. Salir de la ducha, sacudir la cabeza con la toalla y ¡listo!, era una de sus grandes ventajas. Las miradas, por su lado, cambiaron por completo. Mis prospectos se redujeron abruptamente a la tercera parte. Esta vez no estaba asexuada. Era un niño para la mayoría.
Irónico. Por mucho tiempo me jacté, con cara de superioridad, de ser el <<niño>> de mis relaciones. Como si ser niña y joder fueran siameses. Como si el desentendimiento emocional –al que confundía con la masculinidad– fuera una victoria.
Ser niño con vagina, no me gustó. Rápidamente quise que creciera, no porque yo no pensara que me veía bien, sino porque todos los hombres a los que conocía me repetían constantemente que preferían a las chicas de pelo largo. De pronto, mi nivel de atracción se vio condicionado por la longitud de mi melena y, para muchos –los equivocados seguramente–, no había nada que pudiera compensarlo.
La última vez que me enfrenté a mis órganos reproductores fue hace poco –y con poco quiero decir hace nada–, cuando una terapeuta me dijo que debía aceptar mi femineidad y mis necesidades como mujer. ¡Mierda! De nuevo alguien tenía que recordarme mi sexo. Lo primero que pensé fue que no tenía ni idea de qué quería decir eso de <<necesidades como mujer>>, pero después de darle vueltas en la cabeza por un par de semanas terminé con una lista eterna de ítems en los que jamás había pensado o a los que les había restado importancia. De alguna forma, se habían convertido en un lujo y todavía no estaba en posición de dármelos. O eso me había inventado.
Soy una mujer –ahora lo sé– y eso implica ciertas cosas. No ésas de forma que se esperaban de mí desde la niñez porque la femineidad viene en múltiples presentaciones. Más bien tiene que ver con entender nuestra naturaleza, ésa que está diseñada biológicamente para la preservación de la especie –e, incluso, de las relaciones– y que nos empuja a pensar en los demás, a veces, antes que en nosotras; conocer nuestras capacidades como el multi-tasking y dar a luz, para nombrar un par; y escuchar nuestras necesidades –el placer, por poner un ejemplo.
Mi femineidad –la mía– implica que lloro con la misma facilidad con la que rio; entiendo de estaciones, fases de la luna y gotas de lluvia; una vez al mes me quiero comer al mundo de un solo bocado; siento la instintiva necesidad de proteger todo lo que me rodea –aunque, pensándolo bien, tal vez sea por hippie–; y se me da con naturalidad lo de querer y que lo sepan. El espectro de la femineidad –y el de la masculinidad también– es de un rango casi infinito, desde escotes hasta deportes extremos. El secreto está en saber cuál es la tuya. A mí me queda un camino largo, supongo, porque soy mujer desde que nací, pero apenas me doy cuenta.
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